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Echados en el lodo, nos atamos a los pies, unos a otros, las suelas de madera; luego, nos levantamos los tres, y comenzamos a andar en fila, agarrados. El olor de aquella masa fétida de cieno nos mareaba. Hubo momentos en que nos hundimos en agujeros viscosos y blandos; y cayendo y levantándonos, con barro hasta la coronilla, llegamos a tocar tierra firme en una punta arenosa.

Después que hubo anudado las cuatro puntas del pañuelo que contenía el equipaje, se incorporó el hombre, volvió la cara..., y conocí en ella á la del Tuerto: pero más obscura, más triste, más ceñuda que nunca. El pintoresco traje del pobre pescador me explicó en un instante la causa del cambio operado en aquella vecindad.

Ni les parezca á los pobres, que por serlo les ha de faltar nada, porque todos los que hasta hoy vinieron por acá, luego que llegaron se vieron ricos, assí de lo necessario, como de gusto de averlos sacado Dios de aquella sujeccion, y cautiverio.» «Aora quisiéramos saber, señores, qué mayorazgos teneis allá de la nacion envidiada, para esperar tantos peligros?

Fue su única alusión a la escena de aquella noche. Después, como arrepentido de dar tan en absoluto esto certificado de valor, añadió modestamente: Yo, y el Chivo, somos los tres hombres más hombres de Jerez. ¡Cualquiera se nos pone delante!... Rafael escuchábale impasible, con el gesto respetuoso de un buen servidor.

En el fondo del abismo se extendía una gran nube blanca; a través de aquella nube se veía una lucecilla agitarse sobre la ladera de «El Encinar» y no se veía más; pero cuando a veces soplaba el viento, el incendio aparecía: los dos altos mojinetes, negros: el granero, incendiado; los establos pequeños, ardiendo; luego, todo desaparecía otra vez.

Ignoro si en aquel momento sentí la muerte de mi amo, o si, por el contrario, desbordado el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo la desaparición de quien, interponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba a mis ojos el equilibrio del universo, más que Napoleón el de Europa... En medio del delirio de aquella gran victoria, una de las más trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo permanecía mudo y mi caballo me transportaba de un lado para otro, según su albedrío.

Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el Spirto gentil y subió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a los que afinaban más que él, era su delicia por aquella temporada, y si todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobre hojuelas.

Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas que luego conoceremos.

Y ya aquella mala hierba no crecería más, no ambicionaría más, no intentaría salir de su clase. Si lo mataba, todo el mundo consideraría el suyo un caso de legítima defensa contra un salteador, contra un ladrón. Al día siguiente, Carlos buscó una escopeta de dos cañones de su padre, la encontró, la limpió a escondidas y la cargó con perdigones loberos.

Aquella tarde bajó al parque, a la hora en que don Álvaro se había despedido el día anterior. «Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días y días sin verle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta.