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Además, Frígilis tenía la convicción de que don Álvaro escaparía de Vetusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No le faltaban motivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio. «¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».

Aquel mundo peligroso, que es maestro en adular todos los vicios de que vive, hizo un recibimiento triunfal al duque de La Tour de Embleuse y le aplaudió su juventud póstuma que salía de la miseria como Lázaro de su tumba. Le probaron que tenía veinte años y él intentó probárselo a mismo.

Debe de ser de extranjis... Coche de concha..., penachos blancos... Ahora viene lo bueno... ¡Qué preciosas van!..., penachos rojos». Y así continuó, despachándose a su gusto con progresivo entusiasmo, hasta el paso de la escolta, cola y remate de la procesión. «¿Nos quedamos para verlo otra vez a la vueltadijo luego, no saciada aún del goce de aquel variado y teatral espectáculo.

Aquel viaje de la víspera del Año Nuevo era un acto de venganza premeditada que su corazón siempre había alimentado desde el día en que Godfrey, en un acceso de cólera, le había dicho que antes preferiría morir a reconocerla por su mujer. Debía haber una gran fiesta en la Casa Roja la víspera del Año Nuevo, ella lo sabía; su marido sonreiría y le sonreirían.

No puedes negar su sangre: mujeriego, amigo de las perdidas, capaz por una cualquiera de comprometer la suerte de la casa... ¡Y yo, grandísima tonta, trabajando por ellos! ¡olvidando la salvación de mi alma, para lograr que llegues donde no llegó tu padre!... ¡Y cómo me lo agradeces!... ¡Lo mismo que aquél! con un disgusto a cada momento.

Si la persona que tiene alguna semejanza típica con la fisonomía de algún animal, tiene las propensiones del animal á quien se parece, aquel hombre debía tener alma de lobo, pero de lobo viejo y cobarde, que en sus últimos tiempos hace por la astucia, lo que en su juventud ha hecho por la fuerza.

No había más que verle, descolorido, con una palidez amarillenta, tirante la piel de la cara como si fuese a marcar con fidelidad enfermiza los relieves del hueso; sin más animación que aquel fuego que brillaba en sus ojos como una chispa de loca alegría. ¡Oh familia desgraciada! ¡todos iguales!... La madre hacía esfuerzos para ocultar la verdad a Remedios. ¡Pobre muchacha!

María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre la interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de silencio sin que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la joven le preguntó tímidamente: ¿No me dices nada, papá? Nada repuso éste sin mirarla. ¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito? .

No fue mejor la impresión que hizo a Lacante la vista de Elena, que estaba de pie delante de , cortada y confusa, esperando una palabra de bienvenida mientras la examinaban los penetrantes ojillos de aquel buen señor gordo y calvo, cuyos labios sinuosos se torcían en una risita nerviosa. Es Elena le dije presentándosela. Lacante le ofreció la mano.

¡Qué triste palidez en mi palabra! ¡Qué desaliento el de aquel que siente y no alcanza a expresar!