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Don Pompeyo, que daba diente con diente, de frío con fiebre, se detuvo en lo más alto de la calle de la Rúa para contemplar aquella muchedumbre apiñada a los pies de la torre, en tan estrecho recinto, cuando podía extenderse a sus anchas por toda la plazuela. «Ya sabía lo que era.

Sobre la que quedaba a la derecha vimos, profundamente grabada en la piedra, una anticuada E mayúscula, como de un pie de largo, y pasando por junto de ella, nos encontramos con un cangilón peligroso y lleno de escabrosidades, que, haciendo ziszases, conducía a la pequeña choza. La puerta cerrada y la ventanita de hierro de aquella solitaria cabaña despertaron nuestra curiosidad.

Quedose Cervantes tan turbado por lo que acontecía, tan sin vida y tan sin alma, espantado por aquella tragedia que tenía ante los ojos, tan impensada, tan sin culpa en la intención por él producida, como primera causa de aquel pavoroso efecto, que por algún tiempo más que hombre fue una estatua.

El médico le escuchaba con asombro enumerar las ocupaciones de su vida en aquella casa: todas con arreglo á la distribución del tiempo marcada por el director de sus ejercicios.

Tiene la oreja empedernida y algo vidriosa; este viso cárdeno es mayor por detrás de la misma oreja, y se va extendiendo, aunque más apagado, por entre un cabello claro y flojo, como si aquella carne que se desorganiza no tuviese vigor para sujetar la cabellera. Mi mujer se cubrió los ojos, y exclamó aterrada: no quiero ver más, no puedo estar aquí, y salió precipitadamente de la galería.

Le creyó asegurado, y, pareciéndole a ella misma imprudente seguirle reteniendo en aquella clausura que le amarilleaba el semblante, resolvió que el escudero le sacara a pasear, de tiempo en tiempo.

Las señoras caminaban con paso marcial, sin parecer intimidadas por la actitud hostil del gentío, como damas altivas que no temen al mal gesto de su servidumbre, mirando con desprecio á toda aquella balumba de pobretones que se sustentaban de lo que sus poderosas familias querían darles. Estalló un trueno de gritos, insultos é imprecaciones.

Por supuesto que Luz no decía nada de esto a sus amigas, ¡quién se lo mandara!, pero lo iba pensando y hasta lo creía. ¿Y qué mal había en ello? Aquella noche había baile en el gran salón que uno de los hoteles tenía destinado a esa clase de fiestas.

Tal es el sueño del alma humana. ¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle? De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella, porque la fiesta alcanzó inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer desconocida, una elevación y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a ello volverían a alcanzar jamás.

Jamás permitía Magdalena que nadie le ayudase en aquella importante operación del peinado: primero por horror instintivo a que otra mujer le manosease la cabeza, y además porque deseaba estar sola cuando su amante, según costumbre, iba siempre a la misma hora para deleitarse contemplándola bien arrellenado en un sillón, mientras sus manos primorosas se hundían y surgían de entre las matas de la cabellera, formando altos y bajos, bucles, ondas y rizos hasta dejar prieto y sujeto el moño con horquillas doradas, mientras los pelillos revoltosos de la nuca, que llaman tolanos, quedaban sueltos en torno de su cuello como rayos de un nimbo roto.