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Pocas historias conozco tan accidentadas ni tan dolorosas como la de Alberto Glatigny, quien en poco más de quince años ejercitó las profesiones de apuntador, comediante, autor dramático, improvisador y poeta.

Me acostaré con los autores, con los principales intérpretes, con el administrador, con el apuntador, con los tramoyistas y hasta con el amante de la señora directora; me acostaré con el comanditario, con el vendedor de programas, con el consejero municipal del barrio, con el diputado del distrito y, si es preciso, con el ministro.

Eran el director de escena, el apuntador, un traspunte y un hombre gordo y pequeño, de panza extraordinaria, vestido con suma corrección, muy blanco, muy distinguido en sus modales; era el signor Mochi, empresario y tenor primero... y último de la Compañía. Otros grupos taciturnos vagaban por el foro, eran los coristas: el cuerpo de señoras estaba sentado en corro a la izquierda.

La dicción es enfática y alambicada, y los personajes desaparecen por su falta exagerada de consistencia. De algunos pasajes de ella, por ejemplo, el del ruego, que dirige el gracioso al apuntador para que no lo empale, se podría presumir que el poeta se propuso tratar este argumento irónicamente, pero siempre resulta claro que esa ironía no resplandece por igual en toda la composición.

Si se descuida se le lanza de vez en cuando un par de miradas terribles, como diciendo al público: ¡Ven ustedes qué hombre! Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una carreta, y sacándole a usted la relación del cuerpo como una cinta. De esa manera, y hablando él altito, tiene el público, el placer de oír a un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.

Cuanto el apuntador va diciendo, lo repiten los actores, lo que equivale á dos representaciones simultáneas y paralelas. Pero el gozo narcisiano de escucharse se reproduce tantas veces, que llega á emborronarse; los pensamientos, á fuerza de resobados, se deslustran y vulgarizan; las frases pierden su frescura, su elasticidad jugosa; las escenas de más alta tensión dramática, pierden su calor.

Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de intención o lucimiento que en mi parte se presenten. ¿Y memoria? No es cosa la que tengo; y aun esa no la aprovecho, porque no me gusta el estudio. Además que eso es cuenta del apuntador.

El catedrático oyó el grito, les vió y adivinó de qué se trataba. ¡Oy, tu! espíritu sastre, le interpeló; yo no te pregunto á , pero ya que te precias de salvar á los demás, á ver, sálvate á mismo, salva te ipsum, y resuélveme la dificultad. Juanito se sentó muy contento y en prueba de agradecimiento sacóle la lengua á su apuntador.

Si no se puede escribir en este país; luego, la están haciendo de una manera... Yo también la silbaría. En el auditorio son las expresiones fugitivas. ¡Vaya! Ya tenemos el telón bajando y subiendo. ¡Bravo! se han dejado una silla. Mire usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve? ¡Hombre, en esa sala han nacido árboles! ¿Lo mató? ¡Ah, ah, ah! Si morirá el apuntador.

El Autor vino en ello, porque se dejaba gobernar del tal Apuntador, como de hombre que tenía grandísima curia en la comedia, y había sido estudiante en Salamanca, y le llamaban el Filósofo por mal nombre; y llegando con el papel de la segunda dama a Ana María, mujer del que cantaba los bajetes y bailaba los días de Corpus, habiéndole dado la primera dama a Mariana, la mujer del que cobraba y que hacía su parte también en las comedias de tramoya, arrojándole, dijo que ella había entrado para partir entre las dos los primeros papeles, y que siempre le daban los segundos, y que ella podía enseñar a representar a cuantas andaban en la comedia, porque había representado al lado de las mayores representantas del mundo y en la legua la llamaban Amarilis , segunda deste nombre.