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Por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la mañana; que, a lo que a me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la Bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo.

962 Con un empeño costante mis faltas supe enmendar; todo conseguí olvidar, pero, por desgracia mía, el nombre de Picardía no me lo pude quitar. 963 Aquel que tiene güen nombre muchos dijustos se ahorra, y entre tanta mazamorra no olviden esta alvertencia: aprendí por esperencia que el mal nombre no se borra.

-Bien firmar mi nombre -respondió Sancho-, que cuando fui prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha, y haré que firme otro por ; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver!

Mas, como yo este oficio con el gran maestro, el ciego, lo aprendí, tan suficiente discípulo salí, que, aunque en este pueblo no había caridad ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di que, antes que el reloj diese las cuatro, ya yo tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo, y más de otras dos en las mangas y senos.

Aprendí el valor castellano de los modismos locales con que se alimentaban y entretejían las conversaciones de la tertulia, y el roce obligado y continuo con ellas me dio el conocimiento que me faltaba de las materias «conversables». Y ya estaba hecho el milagro; porque sabido y de sentido común es que no hay cosa que nos interese mientras la desconozcamos; y como corolario de este axioma, que, por mínima que ella sea, nos resulta interesante en cuanto la conocemos.

En cuanto a , debo confesar, aunque me cueste trabajo, que no conozco del idioma de Víctor Hugo más que un trozo del Telémaco, que aprendí cuando empecé a estudiarlo, y algunas frases de la gramática: «¿Ha visto usted el queso de mi hermana? No, señor; he visto el trinchante del cocinero. ¿Tiene usted el libro de la doncella? No, señor; tengo los calzoncillos del notario», etc.

Por otra parte, se acostumbró a cederme en más de un punto, aunque tratando de disimularse a misma mi influencia y dando a entender que había que dejar hacer su voluntad a los niños. En mi correspondencia con Roberto, aprendí por primera vez que se puede mentir por amor.

Como aún no era yo propiamente viejo y me sentía fuerte, y en estas angosturas y asperezas del terruño hallaban pasto y solaz abundante las cortas ambiciones de mi espíritu, aprendí a arrastrar con valentía la cruz de mis dolores, y hasta logré olvidarme, tiempo andando, de que la llevaba a cuestas: vamos, que me hice a la carga, y volví a ser el hombre de buen contentar y apegado a la tierra madre como la yedra al morio.

Allí, en las filas, aprendí a leer y a escribir, supe lo que era orden y limpieza, me enseñaron a respetar y a exigir que me respetaran, y bajo el ojo vigilante de los jefes y oficiales se operó la transformación del gaucho bravío y montaraz. ¡Ah! ¡Qué día, aquel feliz, en que después de cuatro años de rudo aprendizaje tuve en mi brazo la escuadra de cabo de la Compañía!

Fuí después a Francia, donde aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta los sabios. Al volver he encontrado a esta gente un poco menos atrasada. Parece que hay aquí cierta disposición a las cosas atrevidas y nuevas. En Madrid se han fundado varias sociedades secretas. ¿Para asaltar conventos? No, no son sociedades de enamorados.