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El manto colgaba del cuello, redondo, carnoso y fuerte; la coraza de escamas de acero hinchábase con la presión del pecho mórbido de arrogante dureza, y los brazos desnudos, revelando el vigor del músculo bajo la suave curva de la grasa femenil, se apoyaban, uno en la lanza y otro en el escudo brillante y luminoso, como una lámina de cristal.

Cuando quiso cerrar, no pudo. Una rodilla de Fernando, un codo, se apoyaban en la madera empujándola contra Mina, que oponía el obstáculo de todo su cuerpo. Y en esta situación, pugnando él por abrir y ella por cerrar, hablaron los dos en voz queda, temblona, cortada por estremecimientos de fiebre, como si estuviesen concertando algo penable en el obscuro misterio de este pasadizo a flor de agua.

Los habitantes de los Países Bajos, al emprender su revolución gigantesca contra la España absolutista y claustral, al trazar en la historia del mundo la página que honra más tal vez a la especie humana, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en la «Joyeuse Entrée», en las viejas cartas de Borgoña.

La honorable sociedad contemplaba el espectáculo con un sentimentalismo alcohólico que agolpó lágrimas en los ojos. Las damas apoyaban con desmayo poético sus cabezas rubias en el hombro más próximo. Una rompió a llorar con estertores histéricos. «La luna... la luna», murmuraba cada uno en su idioma.

Todavía eran más cándidos y relucientes sus cabellos levemente rizados y sus luengas y bien peinadas barbas. Al andar, se apoyaban algunos en dorados báculos. Otros traían y tocaban arpas, violines y salterios. Guirnaldas de verdura y de flores ceñían las sienes de todos aquellos ancianos.

Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles. En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.

El batallón había terminado de instalarse á lo largo del muro, frente al río. Los soldados, arrodillados, apoyaban sus fusiles en aspilleras y almenas. Se mostraban satisfechos de este descanso después de una noche de combate en retirada. Todos parecían dormidos con los ojos abiertos. Poco á poco se dejaban caer sobre los talones ó buscaban el apoyo de la mochila.

Hasta tenía bellas antigüedades que nadie le podía disputar. Cerca de la puerta se apoyaban en el muro dos ánforas extraídas por las redes de unos pescadores, dos piezas de barro blancuzco, adornadas caprichosamente por el mar con guirnaldas de conchas petrificadas.

Desgraciadamente yo no podía hacer más que citar las expresiones de mi historia, al emitir opiniones que se apoyaban más en una impresión que no en un razonamiento. Hacía una hora que me devanaba los sesos reflexionando, cuando atravesó mi mente una brillante idea. ¡La biblioteca! exclamé.

6. No tenían cacholas los palos; bastábales un resalte en que se apoyaban las encapilladuras. En el mayor había gata ó cofa circular en forma de taza, sostenida en doble cruceta ó sea cuatro baos ó canecillos con los extremos cruzados y apoyados en el resalte de la cabeza del palo, pasando por encima la encapilladura, que quedaba cubierta por la gata.