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Mientras hablaban los tres, la goma villavejana se chupaba los dedos y no sabía de qué lado ponerse ni qué majadería inventar para que Nieves se clavara... ¡lo mismo que la goma de todas partes! y las hembras peripuestas la miraban de reojo al pasar a su lado, de los pies a la cabeza, ¡igual que todas las presuntuosas de todo el mundo! porque son achaques esos que están en la masa de la sangre, aun en la de los que usan taparrabo... Posible es que Nieves no se fijara en los unos ni en las otras, aunque cueste creerlo por lo que se sabe del prodigioso alcance de vista que tienen las mujeres guapas para esos lances y otros parecidos; pero podría apostarse algo bueno a que en la comparación que hizo mentalmente, después de mirarle de arriba abajo en menos de dos segundos, del Leto que tenía delante, vestido de día de fiesta, con el Leto de la víspera, desaliñado, ardoroso y con el pelo alborotado y la barba revuelta, aunque ambos eran buenos mozos, optaba por el segundo; es decir, por el Leto del billar, en calidad, se entiende, de mujer artista y esforzada.

Cuando estaban juntos y se quedaban algunos instantes silenciosos con la mirada extática, bien podría apostarse doble contra sencillo a que ambos pensaban en aquello. Un día, después de larga pausa, dijo Mario repentinamente: ¿Por qué no se lo dices a tu mamá? No me atrevo. Díselo respondió la joven anudando naturalmente la tácita conversación que sus pensamientos mantenían hacía tiempo.

Le había oído arrastrarse del mismo modo un cuarto de hora antes, cuando intentaba sin duda matarle por la espalda, y al verse descubierto huyó á gatas del camino para apostarse más allá, en el frondoso cañar, y acecharlo sin riesgo. Batiste sintió miedo de pronto. Estaba solo, en medio de la vega, completamente desarmado; su escopeta, falta de cartuchos, no era ya mas que una débil maza.

Dentro de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar en Lucero, caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas. Quien eche a Lucero los calzones encima dice mi padre , ya puede apostarse a montar con los propios centauros; y le echarás calzones encima dentro de poco.

Apenas había aparecido, el toro se retiró al otro extremo de la arena para aprestarse a combatir al nuevo adversario. Gracias a esto, el hombre negro tuvo tiempo de hacer ejecutar algunas cabriolas a su caballo y de apostarse al pie del palco de la mujer. ¡¡¡Y tuvo el atrevimiento de mirar fijamente a aquella prometida del Señor!!!

En medio de tantos horrores y de tantos desastres, el oro circula allí a torrentes, y Facundo gana al fin de quince días los 100.000 pesos de la contribución, los muchos miles que guardan sus amigos federales y cuanto puede apostarse a una carta. La guerra, empero, pide erogaciones, y vuelven a trasquilar las ovejas ya trasquiladas.

Caía una lluvia fina cuando fue a apostarse en la calle de Serranos, cerca de la casa donde trabajaba la joven. A las ocho la vio salir, andando con su paso ligero y gracioso, rozando la pared y casi oculta en la penumbra de un alumbrado macilento, que en vez de luz parecía esparcir tinieblas. Bien comenzaba la entrevista.

No sólo dejaban el trabajo, sino que pasaban aviso á todos sus paisanos para que huyesen de ganar un jornal en los campos de Barret, como quien huye del diablo. Los dueños de las tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la Guardia civil fueron á correr la huerta, á apostarse en los caminos, á sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito.

Otra manera que emplean para cazarlas consiste en apostarse al acecho al píe de los árboles donde descubren que duermen y en sorprenderlas en su sueño agarrándolas con la mano. ¡Buen procedimiento! exclamó Cornelio. Con semejante guerra de exterminio las aves del paraíso comienzan a escasear, y los papúes recurren al engaño.

No entraba inmediatamente, sino que se quedaba en el pórtico viendo el desfile, caladas las gafas y sonriendo a unos y a otros. ¡Señor don Raimundo, aquí! ¡Señor don Raimundo, allá! Era alguien que le reconocía o alguien que le necesitaba. Charlaba con todos, pedía informes y daba noticias, y a lo mejor se escurría, rodeaba la manzana e iba a apostarse en la puerta de la calle Piedad.