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Apolonio, ante la prosopopeya de Felicita, ya se halló en su elemento, y juró con la solemnidad y unción de un pontífice. «En medio de todo reflexionaba Apolonio , qué curioso drama el de Novillo y Felicita. Es algo así como el suplicio de Tántalo. ¿Por qué no se casan? No será porque no quieran ni porque nadie se lo impida. Y, sin embargo, no se casan.

Venía a su memoria el recuerdo de los primeros argonautas, compañeros de Jasón, y con ellos el poema de Apolonio de Rodas, cantor de la fabulosa aventura del vellocino de oro.

Apolonio, desde el umbral de su zapatería de lujo, en actitud estatuaria y de fingido tedio e indiferencia, presenciaba aquel vivo y animado tumulto, con la misma envidia y nostalgia con que los inmortales en el Olimpo ven a los humanos agitarse a impulsos de ideales y pasiones que hacen la vida sabrosa y digna de vivirse.

Siempre que Apolonio veía dos dándose de puñadas y revolcándose por el suelo, si se levantaba alguna polvareda, decía: «Ha llegado el punto trágico; eso no es polvo blanco, son las divinidades violentas, envidiosas de la vida ligera de los hombres, diluidas en el aire fino.» ¡De qué buena gana se hubiera diluido Apolonio en el aire fino para ir a mezclarse en las disputas enzarzadas a causa de su afortunado rival, como la guerra de Troya por Helena; intervenir por modo invisible y aniquilar a todos los secuaces de Belarmino!... La venganza es el placer de los dioses.

Pero, ¿cómo voy a ir hoy, hoy, precisamente, día de Pascua, al refectorio, sin mi botella de agua de Vichy? ¿Qué no dirían los otros, sobre todo alguno que, por desprecio, no nombro? ¿Cuál no sería la humillación, la befa, el escarnio? No, no y no; antes la muerte. ¿Y qué puedo yo hacer, señor Apolonio? A eso iba, celestial hermana Lucidia. La voz de Apolonio tiembla.

Se les parecía en la silueta, en el aire de prestancia, en el énfasis, en la cresta, pero no en los espolones; se les parecía por fuera. Por dentro, Apolonio, aunque daba albergue y acariciaba con la imaginación las pasiones más destructoras, era incapaz de matar un mosquito, como decía de él su hijo.

Lo esencial es que la botella, con su contenido hidráulico y terapéutico, se manifiesta a los ojos de todos como prueba sensible de la superioridad intrínseca y corporal de Apolonio.

Toma y lee dice, ceñudo, Apolonio, alargando despectivamente a Belarmino, como si fuese su sentencia de muerte, el telegrama que acaba de recibir. Después de haber leído el telegrama de Apolonio, Belarmino saca de la chaqueta otro telegrama, que entrega a Apolonio. Luego abre los brazos, mira al firmamento, y suspira: Toma y lee. ¡Bendito sea Dios!

Novillo, presa de sus propias ansiedades amorosas, se levantó sin haber escuchado a Apolonio, y fué hacia la puerta, a mirar desde allí furtivamente a Felicita. Apolonio le seguía, declamando con el brazo extendido y la mirada flamígera: Jamás lo declararé. Antes pasarán sobre mi cadáver. Y si después de muerto lo declaro, conste que no soy yo, sino un espíritu maligno que habla por mi boca.

La hermana de los Dolores, invadida de congoja, casi desfallecida, se lleva las manos al corazón. A todos les ha llegado su hora de felicidad bisbisea, como hablando consigo misma . A todos, menos a . ¡Mucho premio me debe Dios en el otro mundo! Ya están incorporados Apolonio y Belarmino en las dos filas de asilados.