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Quédame, sin embargo, el temor de que le engañen a usted algo los deseos en cuanto comience a realizarlos en esta vetusta y apolillada soledad, al cabo de tantos años de rodar por el mundo y de residencia en una de las ciudades más hermosas y florecientes de él.

Por una puerta de cuarterones, apolillada, con la cerradura roñosa, se salía a una galería llena de nidos de murciélagos y de golondrinas. Al final había una bóveda con ventanas pequeñas en las gruesas paredes. Esta bóveda estaba ocupada por varios bustos de personajes antiguos, mutilados, y por una serie de relojes de pared de todos los tamaños, parados y la mayoría rotos.

El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente. La cargaría él, que entendería mejor a aquel amigo. Las temblorosas manos se rejuvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos.

El zaguán, pintado de azul, era obscuro, con las paredes desconchadas y salitrosas; la escalera, de castaño, torcida y apolillada; en el rellano principal, dentro de una hornacina, brillaba una virgen pintada en tabla, dorada y estofada. La casa de mi abuela tenía muchos cuartos con puertas de cuarterones, que nunca se abrían.