United States or Philippines ? Vote for the TOP Country of the Week !


Nuestros antropólogos se enteraron en seguida de que se celebraba la fiesta de la santa patrona del pueblo, y no les pesó de llegar a este tiempo, porque el estudio concienzudo del instinto religioso en el animal humano les preocupaba hacía tiempo, sobre todo a Moreno.

Mientras los sabios antropólogos se solazaban experimentando esa inefable alegría del que se siente en posesión de la verdad entre tantos seres como se hallan sumidos en el error, nuestra antigua conocida D.ª Rafaela saboreaba sola, como siempre, en una mesa su invariable refresco de grosella.

El médico no estaba en el pueblo. En su lugar vino el albéitar. Los sabios antropólogos dieron un paso atrás, abriendo los ojos desmesuradamente al ver entrar al Pollo. ¿Quién es ese hombre? preguntó D. Pantaleón a un clérigo. ¿Quién ha de ser? El albéitar. Los dos sabios se miraron uno a otro largamente, con sorpresa por parte de Sánchez, con sorpresa y reconvención por la de Moreno.

Los antropólogos quisieron rehusar la invitación porque no les placía comer entre curas; pero no fue posible. No se hable del asunto. Ustedes hacen hoy penitencia con nosotros. Aquí ejerzo yo de pontífice: impongo ayunos y vigilias. Otra vez tengan cuidado de no caer en mis dominios.

, señor, pero íbamos a visitar al Pollo. El hombre se les quedó mirando con respeto. ¿Son ustedes, por casualidad, de la Audiencia? Los sabios quedaron un poco embarazados. Al cabo Moreno dijo: No, señor; somos antropólogos. El hombre les contempló con gran sorpresa y mayor respeto aún. No sabía qué era aquello, pero calculaba que debía de estar relacionado de cerca con el gobierno.

El ingenioso Sánchez sabía de largo tiempo atrás que existía una formidable conjuración de antropólogos españoles, con ramificaciones en varios puntos del extranjero, para destruir o evitar que se propagasen los resultados de sus investigaciones. Así que no le sorprendió aquella nueva contrariedad. A pesar de sus indignos perseguidores, estaba seguro de llegar donde se había propuesto.

Volvió a examinarlos con un poco de recelo y cambió de conversación. Al cabo de un rato, deteniéndose, les propuso desviarse de la vereda y tomar un atajo a campo traviesa. Nuestros antropólogos aceptaron sin vacilar, porque estaban ya bastante rendidos.

Así es que yo creo, y me propongo publicar un folleto sosteniéndolo, que todos los hombres deben ser reconocidos al llegar a cierta edad por antropólogos competentes, y si presentan los caracteres del tipo criminal, que sean eliminados inmediatamente de la sociedad, si no por la muerte, al menos por la deportación. No respondió el caminante.

El hombre se detuvo, les miró con estupor unos instantes y luego echó una mirada recelosa en torno para cerciorarse sin duda de que se hallaban en completa soledad. Esta mirada ávida causó gran impresión en nuestros antropólogos. Bueno dijo el desconocido. Tomen ustedes las medidas que gusten, pero les advierto que hace mucho tiempo que estoy cerrado.