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Angelina..., dije precipitadamente, ese pajarito que está bañándose. Volvió el rostro, levantó la cabeza, y miró hacia la jaula. ¿Ese es el que ha estado cantando? ¡Ese! contestó, volviéndose a . ¡Qué hermosa!

Sentóse cerca de mi tía, y mientras conversaba con nosotros y bromeaba con Angelina estuvo observando a la enferma. No hay cuidado.... repetía. ¡Esto pasará, pasará!.... Es un accidente penoso, pero que no debe preocuparnos. Vamos, mi señora doña Carmen: ¡ánimo, ánimo, que ya todo pasó! ¿Dónde está ese valor famoso? Veamos esa lengua.... ¿Y el apetito? ¿Bien? Pues ¡calma, y valor, valor!

¿No lo ves, Rorró? solía decirme al oído la tía Pepa. ¿No lo ves? ¡Esta niña es un ángel! ¡Mira, mira cómo atiende a tu tía!... ¡Qué mimos! ¡Qué paciencia! No sólo Angelina estaba triste; yo lo estaba también. Sólo de recordar que se iba se me oprimía el corazón, se me obscurecía el mundo. ¿Qué haría yo sin ella? ¿Qué sería de sin la palabra consoladora de Angelina?

Yo también la ignoraba, por culpa de mi tía, quien siempre se rehusó a contarme cómo y de qué manera fué Angelina a la casa del P. Herrera, del cariñoso anciano, del santo sacerdote que veía, y con razón, en su hija adoptiva, un ángel bajado del cielo para alegrar las tristes horas de su vida rural. Y no me costó poco trabajo conseguir que mi amada olvidara mis dichos inoportunos y crueles.

La enferma no pudo esta vez ponerse a la obra, pero la dirigió, y todo salió a medida del deseo. Desde su sillón atendió a todo. Todo estaba listo al fin del día, y el regocijo era general. Desde tía Carmen hasta señora Juana todos parecían niños en aquella casita. Angelina estaba atareada, friendo los buñuelos, y tía Pepilla iba y venía más alegre que una sonaja.

Yo me complacía en mirar los ojos de la doncella, aquellos ojos soberbios, negros, rasgados, sombreados por la rizada pestaña y la negra y arqueada ceja. Advirtió Angelina que la miraba yo con interés de amante, y se encendió al igual de los pétalos que llenaban el plato. Angelina... ¿qué dijo el pájaro azul? Sonrió dulcemente, y me respondió, bajando la mirada: Que.... ¡Es usted muy curioso!

Después... ¡a qué decirlo!... Me dijiste: «te amo», y quise callar, y no pude; y cuando intente matar tu cariño con una palabra desdeñosa, se abrieron mis labios, y dijeron: «¡yo también te amo, te amo, Angelina!... Oyeme. Me has lastimado el corazón; has entristecido mi alma.... Pero te perdono, te perdono, porque lo has hecho sin saber lo que hacías.... Estoy segura de ello.

Angelina se quedó cabizbaja, como atormentada por un triste presentimiento, como temerosa de decir algo que la avergonzaba. ¡Habla!... ¡Contéstame!... La huérfana callaba, baja la frente, mientras abría con la punta de los dedos el apretado seno de una rosa pálida. Linilla... ¡no seas cruel!

Volaba mi pensamiento a través de las sombras en busca de la humilde casa cural; me imaginaba yo que estaba allí, en la modesta salita, cerca del sacerdote, y al lado de Angelina. Asistía yo a la partida de ajedrez, y a la sesión de lectura. El anciano en su sillón; Angelina a un lado, cerca de la mesa, a la luz de una lámpara, con un libro en las manos.

Ni en la cama, ni en el sillón estaba a gusto; era preciso traerla y llevarla de aquí para allá. A cada instante se quejaba, diciendo: ¡Esta convulsión interior que me mata! A poco despertó, y quiso levantarse y caminar por la habitación, apoyada en Angelina y en mi tía Pepa. Iba y venía, pero sin fuerza, casi arrastrando los píes.