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Dícese que un año de copiosas lluvias creció mucho y anegó las tierras circunvecinas, y los labradores, temiendo otro daño semejante, lo sangraron haciéndole canal hasta el rio de Aguilar que pasa harto mas bajo.

Adriana buscó un rincón de penumbra y se recogió bajo una Virgen en cuya cara pintada groseramente habían figurado lágrimas de cristal. El hombre vino, caminando sin ruido; con su largo palo apagó, por encima de Adriana, los dos cirios que alumbraban el pobre altar. Ella se anegó en una vaguedad dulce y profunda.

A la luz de aquella lámpara miróse las manos, que sentía húmedas y pegajosas, y vióselas teñidas de sangre... Un horror inmenso invadió entonces su cuerpo y anegó su alma, y una idea taladró al fin su mente, como un clavo ardiendo al empuje de un mazo: la de su hija Lilí, arrodillada en el estudio, mostrándole sus manitas manchadas también con la sangre de su hermano, repitiendo con la opaca vibración de un terror sin medida: ¡Sangre!... Mamá... ¡Sangre!...

Vagó un momento por entre sedas vistosas, flores contrahechas y perfumes lascivos, vio pendientes de los muros del templo los cepillos que pedían dinero, leyó en los corazones el ánsia de riquezas, y ante la impureza de las concupiscencias humanas, su alma se anegó en la tristeza infinita que experimenta el sacrificio estéril y olvidado... mientras en todo el ámbito del templo repercutía el sonido de la moneda de oro golpeada contra la bandeja de plata.

La anciana le preguntó por su madre y sus hermanas, y luego, evocando poco a poco sucesos que se referían a la familia de Adriana: Yo lo apreciaba mucho a tu bisabuelo, tu bisabuelo por la rama de tu madre; me festejó en un tiempo. La expresión de sus ojos, bajo la frente placidísima, se anegó en el recuerdo.

Seguía este carruaje un escuadrón volante de locos, a pie, y a caballo, y en coches, con diferentes temas, que habían perdido el juicio de varios sucesos de la Fortuna por mar y por tierra, unos riéndose, otros llorando, otros cantando, otros callando, y todos renegando della ; y no tomaba de otros parecer, diligencia para no acertar nada, desapareciendo toda esta máquina confusa una polvareda espantosa, en cuyo temeroso piélago se anegó toda esta confusión, llegando el día, que fué mucho que no se perdiera el sol con la grande polvareda, como don Beltrán de los planetas, subiéndose los dos camaradas la cuesta arriba a la recién bautizada ciudad de Carmona , atalaya del Andalucía, de cielo tan sereno , que nunca le tuvo, y adonde no han conocido al catarro si no es para serville ; y tomando refresco de unos conejos y unos pollos en un mesón que se llama de los Caballeros, pasaron a Sevilla, cuya giralda y torre tan celebrada se descubre desde la venta de Peromingo el Alto, tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas.

Colgaba frente a ellos una maja de ojos provocativos y boca manchada de rojo violento, como las flores del mantón, pero se anegó también en la misma irrealidad fantástica. No podía hacer Adriana mucho caso de lo que Julio le hablaba, porque se sentía demasiado embargada por la idea de estar conversando los dos sin testigos, en aquel delicioso rincón de soledad.

Tendió las manos al cielo, corrió por los senderos del Parque, como si quisiera volar y torcer el curso del astro eternamente romántico. Pero la luna se anegó en los vapores espesos de la atmósfera y Vetusta quedó envuelta en la sombra.

El fantasma vacilaba, se anegó poco a poco su cuerpo en la penumbra, la blancura del rostro empezó a diluirse y al fin se extinguió también la apariencia de las manos juntas. Pero todavía por un minuto osciló el crucifijo, suspenso en el claror de la luna. Al día siguiente, recordando esta visión, dudó si la había soñado.

entonces un ruido que hizo arder mi sangre, que anegó mi alma en un mar de amargura. El ruido de un beso, de un doble beso, y luego el llanto de Margarita, triste, apenado, como el de quien se separa de seres á quienes ama. Yo me precipité al postigo. No á qué. Pero un sueño de sangre había cruzado por mi pensamiento.