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Como recuerdos de un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era seguir andando.

Diole a Currita ganas de reír la pomposa hinchazón con que pronunciaba el ministro demócrata aquellas sonoras palabras: Palacio..., majestad..., rey..., reina, que parecían llenarle la ancha bocaza, y preguntó con su suavidad acostumbrada: ¿Quién?... ¿La Cisterna?... Crecióse el ministro como un toro de Veragua al que plantan una pica.

Su fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa pared con pequeños huecos tirados a granel, daba a la calle de la Misericordia, una de las más céntricas de la ciudad. Una de las ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por ella se veía la catedral a lo lejos.

En tiempos normales era la calle Ancha el sitio donde se reunía la caterva de mentirosos, desocupados, noveleros y toda la gente curiosa, alegre y holgazana.

Ya se remueve un poco; una ancha inspiración hincha su pecho; sus ojos se abren intranquilos. Y luego dice con voz larga y suave: ¡Ay, Antonio! ¡Ay, Antonio! Ha llegado la unción hace un momento y han ido poniendo sobre sus ojos, sobre sus oídos, sobre sus labios, sobre sus manos, sobre sus pies los santos óleos.

Los dueños de la casa en que ambos amigos se habían hospedado le ofrecieron una boina blanca, también de borla, ancha, redonda, con aro de madera para sostener la forma de plato. Púsosela el cura historiador, mirose al espejo, echose a reír, y dijo que no se la había de quitar más, pues le caía que ni pintada.

Rocchio, el cuello estirado, los ojos febriles, mira las volteretas del metal y su corazón le hace ¡pum! ¡pum! allá dentro; su mano ancha y peluda se crispa sobre la mesa. Como un toro herido, resuella ruidosamente y echa pestes en su lengua contra el oro y los agiotistas que, entre las bambalinas, tiran de la cuerda de aquel títere y le hacen bailar al son del organillo de sus conveniencias.

Cogió una gran rosa de papel de las que adornaban el altar, y púsosela orgullosamente en el moño; tomó después tres varas de aquellos encajes finísimos de Brujas, de tan sutil urdimbre que parecen hechos por moscas o arañas, pálidos ya y amarilleados por el tiempo, y agitándolos en las manos, los echó hacia arriba, dejándolos caer sobre su cabeza y hombros, con tanta, con tantísima gracia, señores, cual si toda su vida hubiese estado midiendo en las tardes de primavera las baldosas de la calle Ancha, plaza de San Antonio y alameda del Carmen.

Instantáneamente apareció junto a la mesa del abogado un hombre de siniestra catadura, hasta entonces oculto en un rincón. No vestía como los labriegos, sino como persona de baja condición en la ciudad: chaqueta de paño negro, faja roja y hongo gris; patillas cortas, de boca de hacha, redoblaban la dureza de su fisonomía, abultada de pómulos y ancha de sienes.

Al último, en uno de aquellos momentos, al desasirse bruscamente uno de otro, sin que yo al menos notara el golpe, se vió a Silva que caía, dando un grito y llevándose la mano al vientre. Tenía una ancha herida, por donde se iba desangrando. ¡Ya, mátalo! dijeron todos.