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La culpa la tenía él que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana».

Mi corazón concluía siempre por llenarse de bondad; yo hubiera corrido a Vejer para decirle: «Señorita Doña Rosa, vuestro D. Rafael está bueno y sano». El pobre Malespina había sido transportado al Santa Ana desde el Nepomuceno, navío apresado también, donde era tal el número de heridos, que fue preciso, según dijo, repartirlos para que no perecieran todos de abandono.

En la mitad del testero que daba frente a la puerta del corredor, una esbelta columna de mármol negro sustentaba un aéreo busto de la Mignon de Goethe, en mármol blanco, a cuyos pies, en un gran vaso de porcelana de Tokio, de ramazones azules, Ana ponía siempre mazos de jazmines y de lirios. Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de Mignon una guirnalda de claveles encarnados.

Luego echaba a correr, riendo y hablando en una jerga que quería ser muy culta y ciudadana; y se iba a preparar a la niña Ana, lo cual hacía muy bien, unos tamales de dulce de coco y un chocolatillo claro, que era lo que con más gusto tomaba, por lo limpio y lo nuevo, nuestra linda enferma.

Me ha perdido la timidez.... Debí dar el ataque personal una noche que la encontré a obscuras... o aquella tarde del cenador.... Pero no lo había dado.... Y ahora no había remedio. Un día llegó Ana al extremo de retirar la mano, que él solicitaba con la suya extendida. No volvió a tocarle aquellos dedos suaves. Y es más, apenas la veía.

Vamos: acompáñame hasta la mitad del corredor. ¡Mi Ana, madrecita mía, mi madrecita! Y lloró Lucía aquella mañana, como se llora cuando se es dichoso. ¡Fiesta, fiesta! El médico lo ha dicho; el médico, que vino desde la ciudad a ver a la enferma, y halló que pensaba bien Petrona Revolorio. ¡Fiesta de flores para Ana!

Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta la envidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellas mujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban de escándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y en el Casino, Ronzal.

«Era ya tiempo de que Ana procurase entrar en el camino de la perfección; los trabajos preparativos ya podían darse por hechos; si otras iban a la iglesia, a las cofradías y demás lugares ordinarios de la vida devota con un espíritu rutinario que hacía nulas respecto a la perfección moral aquellas prácticas piadosas; ella, Ana, podía sacar gran utilidad para la ocupación digna de su alma de aquellos mismos lugares y quehaceres. ¿Qué había sido Santa Teresa?

El Magistral dijo: Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana. Ana preguntó el motivo con los ojos.

Otras veces decía: ¡Joan de Madrid, el mayor! Su padre de Joan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda. Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa, y el escribano, solicitado de él y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien, que sacaron a la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante.