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Es forzoso amoldarse a las circunstancias, y templar el alma en las adversidades. La mía no se dejará vencer de la desesperación. Plan magnífico: mujer de bien, mujer ordenada, mujer trabajadora, mujer exclusivamente práctica, eso es, práctica». ¡Oh, qué tarde!

Al pasar junto á una puerta oyó ronquidos. El alemán, deseoso de amoldarse en todo á las costumbres del país, dormía la siesta. El mestizo salió al patio grande, deteniéndose frente á la jaula del centro, rodeada de arbustos con flores enormes, rojas y de cinco puntas, llamadas «estrella federal». Allí estaba la célebre bestia: una especie de mochuelo diminuto, de pico breve y encorvado.

Acogió con una risa infantil la ovación burlesca del público y fue a sentarse en la escalerilla de la piscina como en lo alto de una cátedra. «El deber es el deber parecía decir con las frías miradas en torno suyo . La disciplina es la base de la sociedad; y hay que amoldarse a lo que pidan los más

Poco: diré a Vd. francamente, soy yo quien no gusto de comer carne; y como mis pobres feligreses se han acostumbrado por simpatía a amoldarse a mis gustos, ellos también van quitándose la costumbre, sin que por eso les diga yo sobre ello una sola palabra. Por eso verá Vd. también en el pueblo relativamente pocas aves de corral.

Ahora lo chic es amoldarse á las circunstancias, ser sobrios y modestos como soldados. ¡Quién sabe lo que nos esperaLa preocupación del vestido la acompañaba en todos los momentos de su existencia. Julio notó en ella una persistente distracción. Parecía que su espíritu abandonaba el encierro de su cuerpo, vagando á enormes distancias. Sus ojos le miraban, pero tal vez no le veían.

Como el agua que se ensancha ó se estrecha, según la forma de su cauce, así el hielo se adapta á las dimensiones del barranco que lo encierra; sabe amoldarse exactamente á la roca, así en la hoya vasta cuyas paredes se apartan á ambos lados, como en el angosto desfiladero cuyo paso casi completamente se le cierra.

Y consignó uno de aquellos, que «en una de las sesiones oratorias, le sirvió de tema el pueblo de Israel, y con lenguaje expresivo y sublime enarró las maravillas de aquel pueblo excepcional»: que no era posible decir cosas más hermosas y poéticas, pero «que cuando el orador se consideró en la cumbre del monte Nebo y presentó al pueblo israelita y a Moisés contemplando la tierra prometida, su elocuencia fue nueva, sorprendente, y lo sublime parecía poco ante aquel espíritu transfigurado por el pudor cuasi divino de las ideas». Fue en Venezuela que dijo, hablando de la independencia de América: «El poema de 1810 está incompleto y yo quise escribir su última estrofa». Luego Martí, no pudiendo amoldarse a las exigencias del Gobierno de aquella República, del cual era entonces Presidente el general Guzmán Blanco, salió de allí, despidiéndose en una carta bellísima de los venezolanos que amó.

Su dicha era no pensar, no hablar, amoldarse a aquel mundo muerto. Sería, entre las estatuas vivientes que poblaban el claustro alto, un autómata más; imitaría a aquellas criaturas que tenían en su ser algo de la aspereza de la piedra berroqueña de los contrafuertes; aspiraría como un bálsamo de tranquilidad la herrumbre de las rejas, que esparcían por el templo el perfume vetusto de los siglos.

Estaba alegre, con la alegría forzosa del que necesita amoldarse á los acontecimientos. Se felicitaba por su libertad, como si esta libertad la hubiese conquistado voluntariamente y no le fuese impuesta por el desprecio de ella. Le dolía el recuerdo del día anterior, viéndose ridículo y grosero. Era mejor no acordarse de lo pasado.

Cuando ella volvía a hablarle de aburrimiento, del dolor del hastío, de la estupidez del agua cayendo sin cesar, él repetía: «A la iglesia, hija mía, a la iglesia; no a rezar; a estarse allí, a soñar allí, a pensar allí oyendo la música del órgano y de nuestra excelente capilla, oliendo el incienso del altar mayor, sintiendo el calor de los cirios, viendo cuanto allí brilla y se mueve, contemplando las altas bóvedas, los pilares esbeltos, las pinturas suaves y misteriosamente poéticas de los cristales de colores...». Poca gracia le hacía a don Fermín esta retórica a lo Chateaubriand; siempre había creído que recomendar la religión por su hermosura exterior, era ofender la santidad del dogma, pero sabía hacer de tripas corazón y amoldarse a las circunstancias.