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Pero me dijo entre sus lágrimas a usted le amo también: le amo de una manera profunda; como a mi hermano... más... más aún... como amaría a mi madre... por hacerle a usted feliz daría mi vida... y cuando el padre Ambrosio me dijo que quería usted casarse conmigo... ¡Te aterraste!

Al extremo de ellos había una compuerta que el Padre Ambrosio levantó con facilidad. Ambos se encontraron entonces en un espacioso camaranchón, lleno de extraños objetos que provocaron la admiración y el asombro y despertaron la curiosidad de Fray Miguel de Zuheros.

No por cierto; murió con la resignación de una cristiana entre mis brazos. ¿Y su marido? Está empleado en provincias. ¿Y el padre Ambrosio? Sigue viviendo en su casa de vecindad. ¿Y ?... ¿cómo estás al frente del colegio? Antes de que muriera doña Gregoria lo estaba ya.

Por la generosidad primero y por la alquimia del Padre Ambrosio, y más tarde por lo mucho que hemos garbeado en guerras, saqueos y batallas, no somos pobres, sino ricos.

De los tres adeptos que el Padre Ambrosio tenía, el más adelantado era el hermano Tiburcio, humilde lego, aunque señaladísimo y estimadísimo en el convento por su ferviente piedad religiosa.

Vaya usted mismo al instante, dije a mi ayuda de cámara, a la calle tal, tal número, tal cuarto; diga usted al padre Ambrosio que deseo verle al momento, que estoy enfermo, que le espero con impaciencia; lleve usted un carruaje, y tráigase usted al padre Ambrosio. Media hora después, el exclaustrado entraba en mi alcoba. Acercose a con la más viva solicitud.

Probablemente don Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al sermonear a los capitanes, terminó la reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz. Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la manera como se obedecían sus prescripciones. Después de las once y cuando estaba la ciudad en plena tiniebla, embozóse el virrey en su capa y salió de palacio.

Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había, cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.

Sin duda su segunda mocedad se había consumido toda en el cumplimiento de las grandes empresas a que su voluntad y la ciencia del Padre Ambrosio la consagraron. Fray Miguel se hallaba casi ciego, más viejo, más acabado, más baldado por los dolores que antes de remozarse y de encontrarse apto para la fuga.

Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir desta manera: Yace aquí de un amador el mísero cuerpo helado, que fue pastor de ganado, perdido por desamor. Murió a manos del rigor de una esquiva hermosa ingrata, con quien su imperio dilata la tiranía de su amor.