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La constante y benigna temperatura intertropical de su cielo, le libra de todas las necesidades que trae en pos de el invierno, poseyendo Ambrosio á su alrededor cuanto constituye su vida, no solamente con relación á su materia, sino que también á su espíritu.

Ya puedo morir tranquilo, porque Amparo no necesita ya de nadie, de nadie más que de Dios. ¡Me pregunta usted qué pienso de Amparo! contesté: con usted puedo ser franco: pienso lo que piensa un hombre de una mujer que realiza todos sus sueños, todos sus deseos, todas sus aspiraciones: de la mujer a quien ama. ¡Ama usted a Amparo! exclamó el padre Ambrosio poniéndose mortalmente pálido.

Parándose y encarándose con don Andrés, le dijo: ¡Cuán injustamente me acusa vuecencia de hipócrita y de falsa! ¿Qué había de hacer yo? La aprobación y el aplauso que vuecencia dice que me daba eran tan ocultos como inútiles; eran la carabina de Ambrosio. La reprobación general cayó sobre y sobre mi madre, y vuecencia no protestó ni volvió por nosotras. Se supuso que yo era una perdida.

De los otros dos iniciados que tenía el Padre Ambrosio, no se fiaba tanto, aunque también les comunicaba algunos de sus menos hondos secretos.

10 El hechizo de Sevilla, de D. Ambrosio de Arce. 11 Enmendar yerros de amor, de D. Francisco Jiménez de Cisneros. 12 El cerco de Tagarete, burlesca, con su entremés, de Bernardo de Quirós. 1 El mejor par de los doce, de D. Juan de Matos Fragoso y D. Agustín Moreto. 2 La mesonera del cielo, del Dr. Mira de Mescua. 3 La milagrosa elección de Pío V, de D. Agustín Moreto.

Lo mismo decimos respecto á los demás poetas dramáticos de que tratamos ahora. Román Montero de Espinosa, capitán de tropas españolas en Flandes, en 1656 en Lombardía, nombrado en 1660 caballero de la Orden de Alcántara. Ambrosio de Arce, ó con su nombre completo Ambrosio de los Reyes Arce, muerto en 1661 en lo mejor de sus años.

Y yo desconfío del buen éxito de mi mensaje. Por lo mismo, quiero que usted asista a mi lado. ¿Y si yo resistiese? Resistiría yo. Pues bien: iremos. Dos días después estábamos en uno de los locutorios del convento de... el padre Ambrosio y yo. Colocado junto a la pared en que estaba la reja del locutorio, Amparo no podía verme.

Los mártires cristianos eran inmolados en la esplanada que caia al pié del alcázar y sobre el rio, en el parage que hoy llamamos el Campillo: situacion que determina perfectamente Ambrosio de Morales.

De las puertas interiores de la ciudad que dividian la Almedina y la Ajarquía señala tres Ambrosio de Morales, además de la del Sol y de la del Rincon: el portillo de la calle de la Feria, el de la Fuenseca, y la puerta del Hierro. La puerta del Hierro se designa en la donacion de S. Fernando á los religiosos de Sto.

El padre Ambrosio estaba sentado en un sillón delante de la reja cabizbajo y profundamente pensativo. Yo, detrás de él a poca distancia, escuchaba con toda el alma en los oídos. Oyose abrir una puerta, y luego un paso reposado de mujer, el crujir de un vestido, y luego el gruñido cariñoso e impaciente de un perro. ¡Ah! ¿Es usted? dijo Amparo.