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No qué dimes y diretes tuvo aquella mañana con Pepa, pues se oyó el vocear de ambos en el despacho, y hasta lloriqueos y aún porrazos sobre los muebles, signos evidentes de violenta disputa; luego salió la mujer muy agitada, con los pelos desordenados y echando chispas por los ojos, y alguien que la encontró al paso, la oyó decir: ¡No quiere, no quiere! pues veremos si la ley le obliga.

Quedamos, pues, convenidos en que yo sería su intérprete y en que nos trataríamos como viejos amigos. Ellos correspondieron tan bien á mis deseos, que hoy, al cabo de mucho tiempo, veo en ámbos dos personas que no me dejarán nunca olvidar cuanto hay en Francia de bueno y honorable.

En el pasillo se oyó la voz de la chula que decía dirigiéndose al mozo: Chico, traiga usted un poco de agua y vinagre. Los esposos quedaron solos. Se miraron uno a otro con asombro, y ambos a la vez soltaron la carcajada. Me parece dijo Mario cuando hubo sosegado la risa que D. Laureano ha infundido demasiada vida a esa chica.

Habia dado una doncella muy rica palabra de matrimonio á dos magos, y despues de haber recibido algunos meses instrucciones de ámbos, se encontró en cinta. Ambos querian casarse con ella. La doncella dixo que seria su marido el que la habia puesto en estado de dar un ciudadano al imperio. Uno decia: Yo he sido quien he hecho esta buena obra; el otro: No, que soy yo quien he tenido tanta dicha.

Pensó que su hermano le iba a reclamar de golpe el préstamo. Vamos contestó en voz baja, dejando caer el hacha de las manos. Y ambos entraron en la casa y subieron, uno en pos de otro, la escalera ahumada que conducía a la sala. D. Jaime se sentó: Tomás quedó en pie.

Dejé crecer de nuevo bigote y perilla, y ambos eran ya de respetable dimensión cuando bajé del tren en París y me presenté en casa de mi amigo Jorge Federly.

Uniéronse las manos de los jóvenes, y ambos se estremecieron, mirándose conmovidos y con la turbación de su ánimo reflejada en el semblante. Dale un beso, Amaury dijo el doctor, acercando a los labios del joven la frente de Antoñita. ¡Adiós, Antoñita! ¡Adiós, Amaury! ¡Hasta la vista! Despidiéronse con temblorosa voz, ahogada por la emoción.

Las olas, de larga pendiente, silenciosas, dormidas, uniformes, sin el más leve penacho blanco, no eran de gran altura, sin embargo el trasatlántico saltaba al encontrarse con ellas, elevándose a ambos lados de su proa dos surtidores de espuma.

Era este un espectáculo que había sido objeto de ensayos, y del que se mostraban orgullosos los «macarenos». Los buenos mozos del barrio, agarrados a ambos lados del «paso», lo sostenían, siguiendo su violento vaivén, al mismo tiempo que gritaban, enardecidos por este alarde de fuerza y habilidad: ¡Que venga a ve esto toa Seviya!... ¡Esto es lo güeno! ¡Esto sólo lo hacen los «macarenos»!...

Y don Custodio abría ambos brazos y contemplaba gozoso el estupor de sus oyentes: á ninguno se le había occurido tan peregrina idea. ¿Me permite usted que escriba un artículo acerca de eso? preguntó Ben Zayb; en este país se piensa tan poco...