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¡Ya! exclamó Isagani con risa amarga; para ése las atenciones porque es rico... vuelven los soldados de las espediciones, enfermos y heridos, ¡y á ellos nadie los visita!

Entretanto, la salud de mi madre declinaba por una pendiente apenas sensible, pero continua. Llegó un tiempo en que su carácter angelical se alteró. Su boca, que jamás había pronunciado, en mi presencia al menos, sino dulces palabras, se hizo amarga y punzante; cada uno de mis pasos, fuera del castillo, fué objeto de un comentario irónico.

¡Ay! había repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros de la infancia y de la juventud; pero ésta se alejaba de a pasos rápidos, y el tiempo que pasó al darme su poético adiós hacía más amarga mi situación actual. ¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba?

Algo hay, no obstante, que me amarga y emponzoña esta nueva vida y me persuade de que soy el mismo: el desdén, el menosprecio con que todos me miran. Con rapidez ha pasado por mi alma, pero dejando en ella doloroso rastro como si fuese metal derretido, un abominable pensamiento.

Reuní todo mi valor, y con la cara oculta en su cuello, le dije en un sollozo: Marta, quiero ayudarte. Siguió un largo silencio, y cuando alcé los ojos, vi vagar por sus labios una sonrisa indeciblemente amarga y triste. Entonces me tomó la cabeza entre sus manos, me besó en la frente y me dijo: Ven, voy a acostarte, querida. Yo nada tengo, pero , me parece que tienes fiebre.

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Aldama. ¿ también quieres irte? ¡Anda, anda, marcha cuando quieras! Se dirigió a la puerta y la abrió. El perro se precipitó raudo por la escalera. Tristán volvió al salón y entonces, , quedó enteramente solo.

Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostro anguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha de saberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de un académico de la lengua, que no se decía azararse, sino azorarse.

Llegaron á la esquina y Quevedo le quitó el sombrero para verle mejor el rostro. No importa que os mojéis la cabeza dijo ; cuanto más agua cae sobre el fuego, mejor. Vedlo; estoy tranquilo, estoy como siempre dijo don Juan sonriendo de una manera tan amarga, tan horrible, que Quevedo retrocedió espantado. Esperad; os he enseñado mi corazón, ahora voy á mostraros mi valor.

Algunas veces... sin duda murmuró la vizcondesa , esa idea ha pasado por mi cabeza... Pero, ¿cómo aceptarla?... ¿Cómo suponer que una decepción, por amarga que ella sea, haga caer a un hombre...? Titubeó un momento. ¡Tan bajo!... dijo Pierrepont, terminando la frase . ¡Pero, por Dios, señora, usted ha sido mi confidente... en esa terrible hora de mi vida!

Mientras los niños jugaban con su madre en el campo, como pequeños salvajes, el enfermo tosía recluido en su dormitorio, detrás de los cristales, o se asomaba a la puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era la visita de la musa, enfermiza y melancólica, y sentado al piano improvisaba entre toses y gemidos su música, de una voluptuosidad amarga.