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Muy pronto la negra línea de casas, las aguas y el asta de bandera se perdieron en lontananza detrás de él, como si la tierra las hubiese tragado. El tiempo había amainado. El aire era penetrante y frío, las siluetas de los cercanos mojones se percibían ya; eran las cinco y media cuando Federico alcanzó la iglesia de la Encrucijada en el camino del Estado.
A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido dejaron caer la entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que también se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusma izó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todo esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o rebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:
Palabra del Dia