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Aparte que, si no recuerdo mal, cuando estudié en el Instituto, el profesor de Historia nos decía que no cuál emperador romano había adoptado para el ejército el calzado que usaban los españoles. Fábulas replicó, despectivo, Apolonio . Los españoles sólo han inventado la alpargata, que es, ya lo he dicho anteriormente, un insulto a la divinidad, un sacrilegio zapateril.

El sueño impalpable comenzaba a bajar sobre mis párpados, cuando al pie mismo de mi cama, casi a mi oído, resonó el canto de gallo más histérico y estridente que me haya rasgado el tímpano sobre la tierra. ¡Quedé aniquilado! Además de comprender que la alpargata sería inocua contra semejante enemigo, vi que todos dormían.

Pero aquel la, esa especificación concreta de un individuo de la especie, me hizo incorporar en el lecho y mirar por la puerta entreabierta. Ruperta se dirigió a un rincón, que estaba al alcance de mi mirada, y descolgó de un clavo un aparato chato, que un ligero examen posterior reveló ser una, o mejor dicho, la alpargata.

Diez ó doce mujeres, zambitas y zambazas, ó viejas requemadas, todas alegres, con alpargata suelta por calzado, un pañuelo de cuadros escandalosos atado á la cabeza en forma de gorro ó turbante, y un camison flaco y desairado, de zaraza ó muselina burda, con el gracioso arete de oro ó tumbago en la oreja, hicieron irrupcion por todas las escaleras del vapor, seguidas de veinte muchachos y mocetones, rollizos y tostados por el calor tropical.

En el mismo sitio, la mesa a cuyo pie habían atado el gallo del panameño en su clavo invariable, la alpargata no menos renombrada, instrumento de suplicio de grillos y chicharras. ¡Oh vanidad humana, idéntica en la cumbre de los desiertos cerros de América como en lo alto de los campanarios de Italia!

Parle vosté dijo avanzando un pie la acequia más vieja, pues por vicio secular, el tribunal, en vez de valerse de las manos, señalaba con la blanca alpargata al que debía hablar. Hable usted. Pimentó soltó su acusación. Aquel hombre que estaba junto á él, tal vez por ser nuevo en la huerta, creía que el reparto del agua era cosa de broma y que podía hacer su santísima voluntad.

Ruperta tomó la alpargata. Y el instrumento de muerte, terrible a los coleópteros en manos de aquel hombre, volvió a reposar suspendido en el clavo tradicional. Las horas pasaban lentas en el insomnio, rebelde al cansancio.

Cogidos a sus bridas corrían los criados de los molineros, atletas de ligera alpargata, despechugados y con los brazos al aire, que, a la voz de «¡alto!», se colgaban de las cabezadas, haciendo parar en seco a las briosas bestias.

Para la alpargata es un insulto a la divinidad, una blasfemia, porque es negar y desconocer la obra más perfecta de Dios, o sea el pie humano. ¿Por qué es el hombre superior al mono y a todos los demás animales? Porque es el único que tiene pies, lo que se dice verdaderos pies.

Pues esta era la verdad, aunque no podía presentar testigos. ¡Parecía imposible que los señores síndicos, todos buenas personas, se fiasen de un pillo como Pimentó!... La blanca alpargata del presidente hirió una baldosa de la acera, conjurando el chaparrón de protestas y faltas de respeto que veía en lontananza. Calle vosté.