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Sobre la chimenea, nunca encendida, había un reloj de bronce con figuras, que no andaba, y no lejos de allí un almanaque americano, en la fecha del día anterior. Al medio minuto de espera entró D. Carlos, arrastrando los pies, con gorro de terciopelo calado hasta las orejas, y la capa de andar por casa, bastante más vieja que la que usaba para salir.

Entró haciendo saludos de miope y se sentó sin ceremonia en la primera silla que encontró, colocando la chistera sobre sus rodillas, después de mirar y convencerse que no había sitio más apropiado. Ya está usted aquí, señor don Raimundo dijo Jacintito. Hoy estamos a 26 de mayo contestó el viejo secamente. Lo , lo ; ¡Dios nos libre de su buena memoria, de su reloj y de su almanaque!

Al considerar esto me entra temblor como de calentura, y pido al numen método y plan para mi obrilla; pero al numen le incomoda el método, y lo que es yo por no le trazo sino muy vulgar, sin atinar a aventurarme por nuevos caminos, y sin resignarme a seguir los muy trillados y seguidos por todos. Para saber el día en que empieza y el día en que acaba la Primavera remito al lector al almanaque.

Pidieron su mano para un joven español de la más alta categoría, y le dieron a entender que la fiesta del contrato tendría lugar en el palacio de una Reina que no vive muy lejos del arco de la Estrella... Encuéntrase también su dirección en el almanaque Bottín... pues hay Reinas cuya dirección se halla en el Bottín, entre un notario y un herborista.

Pero, la señora, estrechando la hermosa cabecita de virgen contra su seno opulento, protestaba: no, la buena era ella, su hija, su Nanita adorada; a ver, que vinieran todos los ángeles del cielo y todos los santos del almanaque a competir con ella; ¿a que se volvían avergonzados de la derrota?

En Filipinas faltaban apellidos y hubo que crearlos; en cambio hasta fecha no remota no existió en aquellos archipiélagos quien se llamara Silvestre, por la sencilla razón de que el rumbo de los primeros navegantes borró un día del almanaque; así que en Filipinas el mes de Diciembre no tenía mas que treinta días, necesitándose que Madrid y Roma intervinieran para enmendar ese desaguisado que á la marcha de los tiempos llevó el libro de bitácora de Legaspi.

Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror!

Tres veces he ido inútilmente a tirar la naranja debajo del árbol, desde donde la tiró la lavanderilla; pero la naranja no ha querido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le he visto, ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por el Almanaque astronómico, que la noche en que la lavanderilla le vio, era el equinoccio de primavera.

Cinta fijaba su vista en el almanaque como la esposa de un empleado la fija en el reloj. Tenía la certeza de que, transcurridos dos meses, le vería aparecer de nuevo viniendo del otro lado de la tierra, cargado de regalos exóticos, lo mismo que un marido que vuelve de la oficina con un ramo comprado en la calle.

Yo creo que entre todas lograremos imponerle y que acabará por ser el médico de cabecera de todas las familias conocidas. La de Esquilón, especialmente, es para Pulido un anuncio mejor que cualquier almanaque. A me ha asistido admirablemente; y aunque me haya curado sola, le estoy muy agradecida.