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En el pasillo, Cristeta habló a su adorador en voz baja: ¡Por caridad... vete! ¿Hablaremos? repuso él suplicante. No me hagas ser mala. No quiero. Vete... El pasillo estaba ya lleno de gente. Don Juan comprendió que no era posible seguir hablando sin ponerse en ridículo. Mustio, alicaído y rabioso, bajó tras ella la escalera.

Cenaremos, cenaremos: al menos para cenar espero que nos alcanzará el rato que dure la parada.... ¿Hay apetito, eh? Ello es que... que no has probado casi nada hoy.... Con la prisa y el ahogo... y atender a que sirviesen bien los chocolates... y la pena de dejar al pobre papá, y de verle tan alicaído... y también.... ¿Qué más?

Lo que me consuela es que el «Otro» está también muy alicaído, porque, amigo mío, cuando un Jehová tiene contra a un Lucifer, quítase este estorbo enviando contra el rebelde una legión de Arcángeles; mas cuando el enemigo es el hombre armado de una pluma de pato y un cuaderno de papel blanco, está perdido... En fin, son veinte millones de pesetas.

Y se retiró alicaído y cabizbajo, mortificado por su amor propio, ajado y deprimido, y dejando en poder de su cliente un documento firmado en que constaban prolijamente las circunstancias y pormenores de su desventura. Reflexionó con calma, y vio que lo mejor era echar tierra al asunto y pagar sin decir una palabra. ¡Y pagó su chapetonada !

Los que consiguen sobrevivir a tal causa y llegan a dar una velada en el Ateneo de Madrid, están salvados. El Ateneo es para los mosquitos el oxígeno. Cuando alguno anda alicaído, asfixiado por la indiferencia del público y a medio morir, no tiene más que venir a leer ante esta docta corporación, y se le verá inmediatamente revolotear lleno de vida y alegría.

Esto de aguantar la mecha, no le sabía a mieles, sin duda, al alicaído corredor; pensaba que si don Bernardino había venido a la Bolsa, era porque ni estaba quebrado, ni temía hacer frente a los díceres malévolos del vulgo, y si esto era así, como parecía, felizmente, no sería él tan simple de no largarle lo que tenía en la punta de la lengua. Y así lo hizo, sin ceremonia.

Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó la trampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que le señalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo con voz reposada y grave: Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, como bandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera? ¡Ya te daré yo querindangas! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle más que conmigo!