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Alguien que se precia de hastiado, de descontentadizo, de difícil, quedó tan hechizado que os siguió. Doña Beatriz se puso colorada otra vez. ¿Cómo sabes eso? dijo. El me lo ha dicho. ¿Quién? ¿Quieres que te regale el oído? El Conde de Alhedín, la flor de los elegantes, el más guapo de nuestros pollos. Sería por mi hermana. De eso no me ha dicho el Conde palabra.

Por lo demás, en cuanto tenía que hacer con lo práctico de su vida y de su conducta, el Conde de Alhedín tenía una filosofía propia, una doctrina determinada, una colección de principios que le servían de pauta y de norma para su conducta. Réstame decir que este héroe, que pongo en campaña, era de mediana estatura, airoso, fuerte y ágil.

Viéndole cuchichear a menudo con Rosita y estar en la casa con más desenfado que los otros, don Braulio, pasándose de listo en esta ocasión, hizo un arreglo allá en su mente, y decidió que el Conde de Alhedín representaba en aquella casa el papel que en realidad representaba el poeta Arturo.

El Conde de Alhedín, dicho sea en honor de la verdad, no pasa de ser un buen muchacho, si hemos de juzgarle con el relajado criterio que en el mundo se usa. El Conde de Alhedín dista tanto de ser un Don Juan Tenorio como dista el cielo de la tierra. Jamás ha empleado engaño ni violencia contra soltera ni casada.

Llamó a su casa a un anciano tío suyo que le inspiraba la mayor confianza; hizo con él confesión general de sus coqueteos con el Conde de Alhedín; reconoció que con el amor no hay burlas; declaró que, burlando ella con el amor, era ya la burlada, la cautiva y la enamorada; y suplicó al prudente tío que viese a la madre del Condesito, y que, como cosa suya, si bien dando a entender que le constaba que la Marquesa estaba propicia, propusiese a dicha señora tan brillante matrimonio para su hijo.

Fundadas tan poéticas relaciones en la estimación mutua, para Rosita era el Conde de Alhedín como un oráculo, sobre todo cuando se trataba de una ciencia que nos atreveremos a llamar Estética social; esto es, de calificar a las personas, y a las acciones y a las cosas, de elegantes, de distinguidas y de bellas.

Habían dado ya tres vueltas nuestras muchachas, cuando en un grupo de jóvenes elegantes divisaron las dos a la vez al Conde de Alhedín. Inesita conservó su serenidad olímpica, doña Beatriz se puso muy colorada. ¿Viste al Condesito? dijo a Inesita al oído. ¡Ay, ay, qué colorada te has puesto! Otra nueva onda de roja sangre subió entonces al rostro de doña Beatriz, que se puso más colorada.

Doña Beatriz, por las frases que había oído al Conde de Alhedín y a sus compañeros, por el coche que había visto y por algunas noticias que después había recogido con habilidad, sabía que el Conde era soltero, muy rico, muy noble, huérfano de padre, y con una madre que no tenía más voluntad que la suya.

¡Cuán sorprendida no quedaría ésta al reconocer en el hombre que le acababa de dar el susto al propio Conde de Alhedín, quien la saludaba cortésmente y le pedía por señas humilde perdón de aquella imprescindible irreverencia!

No hay nada, sin embargo, que me repugne más que la mentira. Ni siquiera gusto de apelar a ella para escribir un cuento. Y como el Conde de Alhedín existe en realidad y yo le conozco y trato, se me hace cargo de conciencia presentarle diverso de lo que es, aunque sea envolviéndole en el velo del seudónimo.