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32 Y le hablaron la Palabra del Señor, y a todos los que estaban en su casa. 34 Y llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se gozó de que con toda su casa había creído a Dios. No, de cierto, sino vengan ellos y sáquennos. 38 Y los alguaciles volvieron a decir a los magistrados estas palabras; y tuvieron miedo, oído que eran romanos.

En seguida... si es de día, que le metan en una litera y le lleven á una de mis casas desalquiladas... mi criado Rivera os llevará á ella... Muy bien, señora. Luego... cuando sea de noche y en la misma litera, que le saquen resguardado por cuatro alguaciles á caballo, para Segovia. ¿Cuatro alguaciles no más? ¿y si se escapa? Que sean buenos los cuatro.

Seguiré vengándome de lo que el mundo me hace sufrir, obligando al mundo á que se ría, como un necio, de mismo. Llegaba entonces al alcázar y entróse resueltamente en él, con la frente descubierta y alta, como quien no tiene por qué temer. Sin embargo, reparó en que en el zaguán de la puerta de las Meninas, por donde se había metido en el alcázar, había dos alguaciles de corte.

Cuando estuvieron en el zaguán, el duque se embozó, se cubrió, y abrió la puerta. El alcalde salió. La puerta volvió á cerrarse. Los alguaciles no habían visto más que el hombre encubierto que había franqueado por dos veces la puerta; una para que el alcalde entrase, otra para que saliese.

He registrado toda la casa, hijos decía el alcalde á los alguaciles y no he encontrado nada de lo que buscaba; es una nobilísima familia, á quien conozco, y que me merece la mayor confianza. Vámonos, pues, pero ya que estamos de faena, rondemos un poco por estos barrios, que no son muy seguros.

Iré á comer esta tarde á casa de la Dorotea, y de tal manera me mostraré amigo del duque, que acabará de creerme y me dará tiempo suficiente para dejarle burlado. Ahora volvamos junto á la pobre loca Dorotea, y concluyamos por aquel lado con lo que debemos á nuestro corazón. Pero al entrar en la calle Ancha de San Bernardo, Quevedo vió venir hacia él un alcalde de casa y corte con sus alguaciles.

Cabal, cabal decía , nada he perdido; ni un maravedí; mi mujer no me ha engañado; había puesto á cubierto mi dinero, y el señor Gabriel Cornejo es un hombre de bien. Mis treinta mil ducados están aquí... completos, justos. Sólo he perdido el dinero que llevaba en el bolsillo y que me quitaron los alguaciles. Pero lo doy por bien empleado y más que hubiera sido.

Por el contrario, quiero que hagáis el proceso de manera que no pueda, ni aun por barruntos, sospecharse quién es el homicida. Lo haré, señor. Pues id al momento, no con el difunto una ronda. A tal hora y lloviendo, juraría que no hay un alcalde fuera de su lecho, ni más alguaciles de pie que los que yo traigo.

¿Pues qué queréis que hagamos con vos, señor asesino, á quien encontramos cebándoos en vuestra víctima y con el homicida arma aún en la mano? ¡La daga que había desnudado para defenderme y que me pierde! exclamó el desdichado. Amarradle y con él á la cárcel dijo el bribón del licenciado Sarmiento. Los alguaciles sacaron cuerdas de sus gregüescos y ataron codo con codo á Montiño.

En la escena en que Gómez Arias se propone entregar á los moros á la mísera joven, á quien sedujo, uno de los alguaciles se dejó llevar de tal manera de la verdad y de la animación del espectáculo, que se precipitó con la espada desnuda contra el actor, que representaba el papel de Gómez Arias, y lo puso en precipitada fuga.