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Todo el paisaje, en la calma de la tarde abrileña, cantaba un hosanna de triunfo; y del celaje diáfano, de la vegetación lujuriosa, de las hiendas humeantes y de las glebas en oreo se alzaba en voz sin acentos, valiente y subyugadora, un férvido ¡aleluya! que a la niña de los ojos garzos le apresó el alma.

Pero ¡qué sonidos roncos, qué acordes sesquipedales, qué frases truncadas, qué lentitud, qué tanteos! Resultaba lastimosa caricatura, cual si la poesía sublime fuera rebajada a pueril aleluya.

Era una página de la historia contemporánea, puesta en aleluyas en un olvidado rincón de la capital. Fueran los niños hombres y las calles provincias, y la aleluya habría sido una página seria, demasiado seria.

Créelo porque yo te lo digo: si tu marido es un alilao, quiere decirse, si se deja gobernar por ti y te pones los pantalones, puedes cantar el aleluya, porque eso y estar en la gloria es lo mismo. Hasta para ser mismamente honrada te conviene».

Los domingos, después de la misa, los aldeanos endomingados, con la chaqueta al hombro, se reunían en la sidrería y en el juego de pelota; las mujeres iban a la iglesia, con un capuchón negro, que rodeaba su cabeza. Catalina cantaba en el coro y Martín la oía, como en la infancia, cuando en la iglesia de Urbia entonaba el Aleluya.

Alleluia. ¡, , aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona.

Belarmino, con gesto resignado e indiferente, lo abre y lo lee. Pero, apenas lo lee, se pone blanco. Una lágrima palpita en el borde de sus pestañas. Se pasa una mano por la frente. ¿Sueño? ¿Estoy soñando? Yo, ¿soy yo? No me facturan las beligerancias, la inquisición, el pongo y quito de los comensales. Resurréxit. Aleluya.

Cantada la aleluya comenzaron á salir las galas, y Montaner refiere que los seis síndicos de Valencia dieron principio, dirigiéndose desde su posada, que estaba inmediata á la Seo, á la ALJAFERIA llevando delante de sus trompetas, atabales y dulzainas.

Mi padre comenzaba a hablar, pensándolo mucho, y a lo mejor ¡zas! una aleluya. «Apolonio: mira lo que hablas, que te castigo sin postre», amenazaba la señora.