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Alejandro, el Bermúdez nuestro, tuvo tanto de su homónimo, el de Macedonia, como sus hermanos Héctor y Aquiles de los dos famosos héroes de La Iliada; aunque, en honor de la verdad y escrupulizando mucho las cosas, algo vino a sacar, ya que no del insigne conquistador, de su padre, pues llegó a ser tuerto como el gran Filipo.

Justamente: de D. Alejandro Juárez... Bueno: pues Rafael contrajo en las Higueras la afección del hígado que le llevó al sepulcro a los cincuenta y cinco años de edad. ¡Lástima de mocetón, casi tan alto como yo, señora, con una musculatura no menos vigorosa que la mía, y un pecho como el de un toro, y aquel rostro rebosando vida!... ¡Ay!...

Hombre, yo no he dicho... Las cosas claras, don Alejandro... ¡Canástoles! pues ¿qué más claras las he de poner?... Venga de eso, o de lo que mejor le cuadre... y a ver qué le parecen estas regalías para fumigar la conversación. La vitola es de primera. Pues a prender fuego a ese ejemplar... Ahí va la cerilla. Gracias, señor don Alejandro.

Conocerlas, así como suena, no; pero contar con ellas, de fijo. ¡Pues es tonta la niña, y no me tiene bien estudiado que digamos!... Y ¿qué tal cara pondrá el otro?... ¿El de Méjico? No, el de acá. ¡El de acá! ¡Leto?... Mi señor don Alejandro, ¿puede usted imaginarse la cara que pondrá un santo al entrar en la Gloria eterna?

Con eso le replicó el licenciado Daza Zimbrón, que alardeaba de táctico no demostraría ese mucho ardid que dice vuesa merced; pues el jefe de un reino poderoso, como apunta a serlo el Bearnés, ya que ha de dar la batalla, no debe hallarse en la refriega, entre sus soldados; que si él mesmo fuere muerto o vencido, el reino todo se pierde, como aconteció a los persas y medos, vencidos por Alejandro, muerto el rey Darío, y en España muerto el rey don Rodrigo, y en Hungría, en nuestros tiempos, muerto el rey Ludovico, en la batalla que dio temerariamente a los turcos.

Alejandro se presenta también, y se suscita entre ambos hermanos un altercado, que termina, aunque con trabajo, con la intervención del Rey. Averíguase que ambos Príncipes aman á la bella Casandra, y que Alejandro se ha casado con ella en secreto y contra la voluntad de su padre.

Cuando me sienta cansado dijo orgullosamente Balzac, escribiré para el teatro. A lo que Alejandro Dumas repuso, irónico: Le aconsejo á usted empezar cuanto antes, querido amigo. El autor de Antony tenía razón.

Como la Serranía de siempre, vaya, concluyó don Alejandro. Ezo igo yo, confirmó Catana, mirando a Nieves con la cabeza algo gacha. ¿Y también eres de su parecer, hija mía?

Esta vez los nuevos romanos, los fuertes hijos de Lusitania, habían llevado al dios Término más allá de donde le llevaron o soñaron en llevarle Osiris, el hijo de Semele, y Alejandro de Macedonia. Le habían llevado más allá del Indo y del Ganges.

En una de aquellas vueltas se encaró con él, se detuvo y le dijo, con una sequedad a que no tenía acostumbrado al excelente farmacéutico de Villavieja: Pero ¿qué hace usted ahí? Esperando, señor don Alejandro contestó el pobre hombre con la voz como un hilo , a que me usted su licencia. Según mis noticias replicó Bermúdez sin ablandarse más , esa licencia la traía usted ya desde su casa.