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Le daba por ahí, como a sus hermanos les había dado por otros temas; como a su padre le dio por la manía de poner a sus hijos grandes nombres, «por si algo se les pegaba». Tres varones tuvo y una hembra. Se llamaron los varones Héctor, Aquiles y Alejandro, y la hembra Lucrecia. Pero no le salió por este lado al buen señor la cuenta muy galana que digamos.

Todo iba, pues, a pedir del deseo en aquel día; y para que nada le faltase a don Alejandro, hasta recibió carta de Nachito; de Nachito, que anunciaba su salida de Madrid al día siguiente. Se detendría cuatro en la capital; y enseguida, de un tirón, a Peleches.

Respondedme con franqueza. Se le respondió que inmediatamente; y satisfecho con la respuesta, don Alejandro Bermúdez rompió la marcha hacia dentro, diciendo a las dos mujeres, con el mayor entusiasmo, como si nunca se lo hubiera dicho hasta entonces: ¡Si no tiene escape! Dadme vosotras un aire puro, y yo os daré una sangre rica; dadme...

-Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.

Pues suponga usted, por último, que se entera del suceso don Alejandro. ¿No es natural que este buen señor se meta en las mismas suposiciones en que yo acabo de meterme? ¿No es natural que, metido en ellas, se horrorice también? Y ¿no es natural igualmente que me tiemblen a las carnes, por miedo a esos justificadísimos horrores del señor de Bermúdez?

En el mundo, señor don Alejandro, aquí, en este rinconcito de Villavieja, hay muchos ojos ¡caray! y muchas lenguas; no todos los ojos ven las cosas por una misma cara, ni todas las lenguas explican de un mismo modo lo que los ojos ven.

Dio entonces por más que suficiente la distancia recorrida; y con gran sentimiento de Nieves, que tenía los cinco sentidos puestos en los lances del paseo mar afuera, viró el balandro y se puso en rumbo al muelle. De esta manera iba empopado y sin las contrariedades que tanto molestaban a don Alejandro.

No me atrevo a negarlo ni a ponerlo en duda, señor don Alejandro: después de lo que usted me ha dicho, eso es... creo, creo hasta en agüeros... ¡y hasta en las brujas mismas, caray! El caso es, amigo mío, que el daño existe, para mi desgracia. Esa es, mi señor don Alejandro, la que yo lamento: no la mía, que ya no me preocupa.

La verdad es concluyó don Adrián rascándose muy suavemente el codo , que bien consideradas las cosas, señor don Alejandro, y tal y cual van, ¡caray! los particulares de otras familias, no les ha caído a mis hijas la más negra de las fortunas... eso es.

Lucrecia, según sus cartas a Alejandro, no estaba resentida con él por las disposiciones testamentarias de sus hermanos mayores. Lo conceptuaba natural: los había disgustado a todos por una calaverada que por casualidad le había salido bien. Lo conocía al fin, y se complacía en confesarlo.