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Su vida no era alegre Dios sabe que no pero en fin ¡era la vida! A menudo la desgracia caía sobre ellos; entonces ambos, Roberto con toda su fuerza, Marta en su debilidad, parecían dos niños sin apoyo, abandonados, y yo tenía que intervenir para ayudarlos con mis consejos y darles valor.

Era una niña que subía sola, y cantando, por la calle de Segovia, dirigiéndose á la Morería. Clara vió con asombro que la niña, sin cesar de cantar, subía la cuesta y trepaba, encontrando una vereda entre tantos escombros. Se levantó é intentó seguirla. La niña no la vió y marchaba delante muy alegre, al parecer.

Inés prorrumpió en una carcajada tan natural, tan graciosa, tan fresca, tan jovial, que hasta las paredes del convento parecían regocijarse con tan alegre música.

Surgiendo en la puerta, don Fernando observó severamente a su alegre consuegro: ¡Pero vizconde! Os olvidáis de vuestro rango... ¡Un francés no se olvida nunca de su rango ni en los torneos ni en las batallas! Sois un embajador y parecéis un juglar... ¡Y vos sois un grande de España y parecéis un fraile mendicante! Me insultáis... Decid más bien, ¡nos insultamos!

Un fuerte olor acre y desagradable del paño que se quemaba extendióse al punto por toda la estancia. En aquel momento entró Villamelón muy alegre y satisfecho, que volvía de Chamartín de la Rosa, donde en su preciosa quinta de Miracielos estaba ensayando con gran entusiasmo la incubación artificial de los huevos de gallina.

Tropezábase por entonces en Sevilla a cada paso con una opulenta hostería, lugar de morada, de pasatiempo y placeres de la gente alegre, noble y rica, pero olíales el resuello a las más a una legua a carestía, y no era la menguada bolsa de Miguel la que podía atreverse con ninguna de ellas, ni aun con la más humilde; no había que pasar de bodegón, y aun así, cuidando no fuera de aquellos que se daban tufos de hostería, y acordándose del de la tía Zarandaja, que en una revuelta de la calle de las Sierpes estaba, y al que podía llegarse sin pasar por delante de la casa de la bella indiana, a él se fue, y en ella dio al fin a punto que el sol asomaba por el Oriente, y la tía Zarandaja, que ya para el despacho había, abierto, a la puerta se encontraba departiendo con algunas vecinas de los sucesos de la noche, que a la vecindad habían alborotado, y que habían tenido por remate el que la Inquisición prendiese al señor Viváis-mil-años, cosa que ponía espanto en aquellas buenas comadres, la que más y la que menos parienta próxima, y hermana en el diablo, por brujas, del preso; y por aquello de que cuando las barbas de tu vecino veas pelar echa las tuyas en remojo, todas aquellas valientes hembras andaban desasosegadas y en corrillos por las puertas, que no era sola la del bodegón de la tía Zarandaja la en que se las veía.

Volvieron a sonar las guitarras, haciéndose oír un rasgueo, alegre y armonioso; era un gato que se bailaba solo de puro sentido y bien tocado. Dos parejas salieron al medio de la rueda.

Luego, recuperando su aplomo, y acompañando su frase con una alegre risa comprometedora, añadió: Veremos; ya sabré yo retenerlo. Al fin de las tertulias es cuando uno se divierte más, y si en nuestra casa usted cosecha tesoros de alegría, no permitiré que vaya a gastarlos en otra parte, se lo prometo.

Para convencerse de ello, es suficiente ver a Munich. La noche de mi llegada, una hermosa noche de domingo llena de estrellas, toda la población vagaba por las calles. Flotaba en el aire un alegre rumor confuso, tan vago ante la luz como el polvo que levantaban los pasos de todos aquellos paseantes.

Pero el que cuenta el cuento tiene que decir que el gigante estaba tan alegre con el matrimonio de su amo que les iba poniendo su sombrero de tres picos a todos los árboles que encontraba, y cuando salió el carruaje de los novios, que era de nácar puro, con cuatro caballos mansos como palomas, se echó el carruaje a la cabeza, con caballos y todo, y salió corriendo y dando vivas, hasta que los dejó a la puerta del palacio, como deja una madre a su niño en la cuna.