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-Albogues son -respondió don Quijote- unas chapas a modo de candeleros de azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no muy agradable ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía, y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y maravedí.

Los añafiles y atabales, los albogues y tamboriles resonaban alegremente por la estancia: algunos mancebos ya habían dado muestras de su destreza ensayando los asaltos y bailes que tanto tenían de desenfado árabe, como de galantería castellana.

El cura no será bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere el bachiller tenerla, su alma en su palma. ¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué vida nos hemos de dar, Sancho amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues, ¡qué si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues!

Allí se verá casi todos los instrumentos pastorales. ¿Qué son albogues -preguntó Sancho-, que ni los he oído nombrar, ni los he visto en toda mi vida?

Alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que acaban, son conocidos por arábigos. Esto te he dicho, de paso, por habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo algún tanto poeta, como sabes, y el serlo también en estremo el bachiller Sansón Carrasco.

Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada, que a mano habían puesto a la entrada del pueblo, estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino tan manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles.

En aquel recinto regio fueron muy pocos los que alcanzaron entrar, bajando todas las esclavas a recibir a su nueva señora con las demostraciones más ardientes de regocijo; unas danzaban al son de los albogues y adufes, y otras le cantaban al antiguo uso de Córdoba y del Cairo estas lisonjeras cásidas de versos: Entra aquí, entra aquí en estos jardines de arrayán, rosa y jazmines, entra, , cual reina por sus confines.