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La mirada de Robledo era ahora de conmiseración. ¡Pobre «bella Elena»! Había pasado por la vida como pasan sobre los mares australes los grandes albatros, orgullosos de su blancura y de la fuerza de sus alas, abatiéndose con una voracidad implacable sobre las presas que descubren á través de las olas, creyendo que todo cuanto existe ha sido creado únicamente para que ellos lo devoren.

Mas, ¿dónde hallar en la democrática ciudad de Buenos Aires una princesa pálida y triste, para estudiarla? ¿Dónde el albatros volando sobre embravecidas olas? ¿Dónde el gótico cementerio y el campo de asfodelos, iris blancos y los lises rojos?... Sólo cisnes en un lago verdinegro, eso si podía observar a gusto, en la estancia de su padrino, por ejemplo... ¡Eureka!

Primero díjole éste, pon una theoría de vírgenes que arrastran sus túnicas de lino a la sombra del laurel-rosa, cada una con un lirio en la mano. «Segundo, un lago verdinegro donde nadan amorosamente dos cisnes, a la luz del plenilunio. «Tercero, un albatros que vuela serenamente sobre la tormenta del Océano.

Ya aparecían en los peñascos voraces lobos marinos, ya se veían revolando y cerniéndose a grande altura águilas o buitres de mayor tamaño y pujanza que los de Europa, ya seguían o cercaban la nave bandadas de enormes albatros, hostigados por el hambre y buscando alimento.

Pasaron así junto a un lago verdinegro, donde bogaban amorosamente dos cisnes, bajo la luz del plenilunio... Al otro día, la princesa Belisa se embarcó con sus damas en un esquife de marfil con velas de púrpura. Pero en la mitad de la travesía estalló una tormenta que levantaba olas como montañas y cordilleras. Sobre ese océano de abismos imperaba, volando serenamente, un gigantesco albatros.

Ante la proa chisporroteaban las alas de tafetán de los peces voladores, abriéndose sus enjambres como escuadrillas de diminutos aeroplanos. Sobre la arboladura cubierta de lonas trazaban largos círculos los albatros, águilas del desierto atlántico, extendiendo en el purísimo azul el enorme velamen de sus alas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo; me sentí culpable y avergonzado, como debió sentirse el viejo marinero del poema cuando dió muerte al albatros con su ballesta. Por fin me asomé. Ni el pájaro yacía en la casi desierta calle ni advertí trazas de sangre en el barandal de la ventana. A poco tuve todo aquello por una alucinación y quedé desconcertado. ¿Sería un preludio de locura?

Y entonces, ¡cuán profundo es el éxtasis de ese su sueño! De mañana, ellas se levantan, y su velo lunar vuela por los cielos mientras se agitan como pálido albatros al soplo de la tempestad que las sacude como a casi todas las cosas.