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Y en aquella ciudad ¿quién no sabía que cuando había una libertad en peligro, un periódico en amenaza, una urna de sufragio en riesgo, los estudiantes se reunían, vestidos como para fiesta, y descubiertas las cabezas y cogidos del brazo, se iban por las calles pidiendo justicia; o daban tinta a las prensas en un sótano, e imprimían lo que no podían decir; se reunían en la antigua Alameda, cuando en las cátedras querían quebrarles los maestros el decoro, y de un tronco hacían silla para el mejor de entre ellos, que nombraban catedrático, y al amor de los árboles, por entre cuyas ramas parecía el cielo como un sutil bordado, sentado sobre los libros decía con gran entusiasmo sus lecciones; o en silencio, y desafiando la muerte, pálidos como ángeles, juntos como hermanos, entraban por la calle que iba a la casa pública en que habían de depositar sus votos, una vez que el Gobierno no quería que votaran más que sus secuaces, y fueron cayendo uno a uno, sin echarse atrás, los unos sobre los otros, atravesados pechos y cabezas por las balas, que en descargas nutridas desataban sobre ellos los soldados?

Descendí del carruaje á la entrada de la avenida para llegar á mi habitación, atravesando el parque por el camino más corto. Al entrar en una obscura alameda, un débil ruido de pasos y de voces hirió mi oído y distinguí vagamente dos sombras en las tinieblas.

Después de recitados los versos, D. Carlos, menos atrevido en prosa, apenas se acercó á Clara, y no le dijo palabra que todos no oyesen. Sólo con Lucía habló en voz baja y como en secreto. Los cuatro se internaron, prosiguiendo el paseo y volviendo á la ciudad por otro camino, en medio de una frondosísima alameda.

Los mocosos ya no se conforman con ser aprendices y quieren pasar a amos; y... ¿qué más? Antonio se avergüenza de ser comerciante, y va por las tardes a la Alameda en un cochecillo ridículo, guiando como si fuese un cochero. Antes soñaba con que su hijo fuese abogado, y ahora mira impasible cómo abandona los estudios y se entera con gusto de sus progresos en la equitación.

Como un censo redimible sólo por la muerte, se habían impuesto los dueños de la tienda la obligación de mantener y dar albergue a don Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solterón áspero y malhumorado, entraba y salía sin decir una palabra; comía lo que le daban; en los días que hacía buen tiempo paseaba por la Alameda con un par de curas tan viejos como él, y cuando llovía o el viento era fuerte, no salía de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con su gorra de seda, su capita azul y su bastón muleta, para echar un párrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua, cuyas excelencias eran el tema obligado de la conversación.

Así se mostraba por las tardes á la admiración pública, ocupando uno de los ocho automóviles que poseía el héroe como recuerdo de sus campañas. Su paseo favorito era la calle central de la ciudad, una alameda con árboles seculares, de cuyas ramas pendían á veces hombres ahorcados.

Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fué, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.

Rosita, yo soy tu caballero; esta sombría alameda es el Prado de Madrid; ven, amada mía, enlaza tu brazo al mío, baja el largo encaje de tu mantilla sobre tus ojos, y ven a ver estos hermosos carruajes y estas magníficas libreas. Y después, este viejo claustro negro y silencioso, es el teatro. Ven al teatro, resplandeciente de oro, de cristales y de luz.

Entró la prófuga sin preguntar, con no poco asombro de Daniela, que al pronto no la conoció. ¿Pero qué significaban, qué eran, de dónde habían salido aquellos jardines, que formaban como alameda de preciosos arbustos desde la puerta, en todo lo largo del pasillo?

Tuvo el Perú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche el alarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esa época se plantaron los árboles de la Alameda de Acho.