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Después de cada baile, en que yo me cubría de gloria con gran risa de Mary, dábamos una vuelta por la Alameda. Quenoveva encajó toda su chiquillería a un pariente; la Cashilda dejó a su niño, el futuro antropólogo, en casa, y fuimos luego Quenoveva con Agapito, la Cashilda, Mary y yo a dar un último paseo al Rompeolas. Esta es la costumbre clásica de Lúzaro.

Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno.

Eran dos tentaciones que suelen andar aisladas y que se habían unido, dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro íntimamente enlazados y comunicándose encanto y prestigio para trastornar una cabeza masculina. El día espiraba tranquilamente en aquella alameda, que en hora y estación semejante era casi un desierto.

El hotel donde nos hospedamos, situado á poca distancia de la estacion del ferrocarril, se hallaba á un kilómetro de la ciudad, al extremo de una hermosa alameda que sirve en los domingos de paseo favorito. Allí fuímos testigos de una escena de costumbres alemanas, que despues vímos repetirse en toda la Alemania. Nos pareció característica, y por eso quiero describirla brevemente.

Si llegaba tarde, no le guardaban ni un mendrugo, y tenía que volverse a la calle lo mismo que había venido. Era paseante nocturno en la Alameda de Hércules con otros muchachos de ojos viciosos, mezcla confusa de aprendices de criminal y de torero.

Hay allí algo que guarda las tradiciones de la abnegacion y del heroismo resignado del creyente. Para tener una idea de las costumbres catalanas, basta echarse á pasear, con el ojo alerta y el humor alegre, por la calle mercantil de Fernando sétimo, ó la ancha alameda de la Rambla, orillada por hoteles y cafés.

Una mañana, los habitantes de la ciudad gobernada por Martínez vieron agruparse en el paseo de la Alameda y la plaza principal varios centenares de jinetes con grandes sombreros y la carabina apoyada en un muslo. Los jefes gritaban indignados: ¡Han violado la Constitución!... Los transeúntes empezaron á correr para meterse en sus casas. Que hubiesen violado á la Constitución les importaba poco.

En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual asimismo subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua de allí se parecía.

Mientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.

Vistióse apresuradamente, bajó azorado, aturdido, y entró con ellos en el coche; y este comenzó a rodar, sin que él se diese cuenta de lo que hablaban, ni de lo que le decían, ni del camino que tomaban, ni pudiera definir otra cosa en su mente que un cartel de toros pegado en la esquina de la casa de Alcañices y un guardia que, al pasar ellos, abría la verja del Retiro, con grandes patillas blancas, iguales a las de Diógenes. ¿Por qué tendría aquel hombre patillas y no bigote?... Esto le preocupó un momento, y volvió a acordarse de ello cuando, una hora después, se detenía el coche a la entrada de una inmensa alameda formada por árboles frondosísimos, en que miles y miles de pájaros cantaban en todos los tonos las maravillas de Dios... Había allí un hombrecillo con patillas ralas y gafas de oro, tan pálido como él, tan azorado y tembloroso, con otros dos señores muy serios.