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Le sorprendió la rapidez con que había transcurrido el tiempo y continuó su camino, dispuesto a vagar sin rumbo fijo; pero los grupos de gente que siguiendo el pretil marchaban en la misma dirección le arrastraron, haciendo que insensiblemente se encaminara a la feria de la Alameda.

Álzanse entonces, en lo que fué frondosa alameda, puestos de juguetes y de frutas, sin que en manera alguna falten los instrumentos populares, característicos de los citados días, siendo grande el concurso que acude al Arenal á llevar á cabo las indispensables compras de pavos, nueces, castañas, turrones y todos los comestibles del ritual.

Si la vista sobre la bahía es pintoresca y variada, la que se tiene sobre el océano, al sur y sud-oeste, desde el paseo de la «Alameda» es de una majestad imponente.

En la parte nueva las calles son espaciosas y limpias, abundan los grandes hoteles y cafés, se notan la comodidad y el gusto, y no se encuentra verdadera semejanza material con las ciudades interiores de España. La famosa Alameda es una espléndida calle-paseo, donde abundan los árboles gigantescos, las fuentes, las estatuas y los canapés de granito, entre dos filas de elegantes edificios.

Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde.

No tardó la vizcondesa en divisar al marqués, quien lentamente se paseaba en la convenida alameda, y como aquél reconociese a su vez a la de Aymaret, se aproximó en seguida, no sin que la consternada fisonomía de la joven dama hubiérale ya tácitamente revelado cuál fuese su definitiva sentencia. ¡Que no! se anticipó a decir a su confidente.

Todo se realizó tal como lo dispuso doña Manuela, y ésta, a los pocos días, recordaba como un sueño la estancia de seis años en la tienda del Mercado, y se consideraba feliz pudiendo pasear en berlina por la Alameda y teniendo un lacayo a sus órdenes para enviar recaditos a las nuevas amigas, esposas de magistrados y militares, señoras a las cuales, por ser rica, trataba con aire protector.

No era éste el único mosquito que zumbaba en torno de las señoritas de la Lage. A las primeras de cambio notó don Pedro que así por los tortuosos y lóbregos soportales de la Rúa del Villar, como por las frondosidades de la Alameda y la Herradura, les seguía y escoltaba un hombre joven, melenudo, enfundado en un gabán gris, de corte raro y antiguo.

Aunque el marino era con frecuencia perteneciente á las principales familias de la población, no había que buscarle en la Alameda, ni en el salón del Suizo, ni en los bailes de formalidad. Semejantes atmósferas le asfixiaban. Sus terrenos preferidos eran los cafés de segundo orden y todas las calles de la población, siendo de noche.

Hacían memoria de su vida nocturna con la pillería de la Alameda de Hércules. Se reían de sus calzones rotos y de las blancas ropas que se escapaban por el rasgón. ¡Qué se te ve! gritaban voces atipladas, con acento femenil. Gallardo, protegido por las capas de los compañeros, aprovechaba todas las distracciones del toro para herirlo con su espada, sordo a la rechifla del público.