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La primera piragua estaba ya muy cerca y seguía ganando terreno, impulsada por veinte remeros vigorosos. Se la distinguía ya muy bien a simple vista. Aunque construída por salvajes, era una excelente embarcación. Consistía en dos canoas apareadas, de unos treinta y cinco pies de eslora, construídas de sendos troncos de árbol ahuecados.

Comunicábanse con la orilla por medio de puentes móviles, bajo los cuales, atadas a aquella selva de estacas, se balanceaban en el agua gran número de barcas apareadas hechas de troncos de árboles ahuecados, y provistas de un puente de unión, de palos y de velas. Los papúes atravesaron los puentes y entraron en la aldea a los gritos de júbilo de sus habitantes.

A Doña Francisca y a Ponte les asignaba pensión vitalicia, como a otros muchos parientes, con la renta de títulos de la Deuda, que constituían una de las principales riquezas del testador. Oyendo estas cosas, Frasquito se atusaba sobre la oreja los ahuecados mechones de su melena, sin darse un segundo de reposo. Doña Francisca, en verdad, no sabía lo que le pasaba: creía soñar.

No costaba mucho trabajo reconocerlas como dos piraguas de isleños, pues son bien distintas de las nuestras. Consisten en troncos de árboles ahuecados de unos cuarenta pies de largo, con cubiertas provistas de barandas de bambú.

Esqueletos y fósiles, arcillas y arenas, peñascos de esquisto, asperón y pórfido, todo se desmorona poco á poco, todo emprende el camino del mar; el inmenso trabajo de denudación que se verificó con la gran montaña, empieza de nuevo en menor proporción con los montones de escombros. Ahuecados por el agua, disminuyen gradualmente de altura, se parten en colinas diferentes.

Y lo que Barbarita no dudaba en calificar de encanallamiento, empezó a manifestarse en el vestido. El Delfín se encajó una capa de esclavina corta con mucho ribete, mucha trencilla y pasamanería. Poníase por las noches el sombrerito pavero, que, a la verdad, le caía muy bien, y se peinaba con los mechones ahuecados sobre las sienes. Un día se presentó en la casa un sastre con facha de sacristán, que era de los que hacen ropa ajustada para toreros, chulos y matachines; pero doña Bárbara no le dejó sacar la cinta de medir, y poco faltó para que el pobre hombre fuera rodando por las escaleras. «¿Es posible dijo a su niño, sin disimular la ira , que se te antoje también ponerte esos pantalones ajustados con los cuales las piernas de los hombres parecen zancas de cigüeña?». Y una vez roto el fuego, rompió la señora en acusaciones contra su hijo por aquellas maneras nuevas de hablar y de vestir.