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Durante largo rato no se oye sino el cuchicheo de los gimnastas; «Quince minutos de ejercicio diarios», etc. Entra Anco Marcio, enseñando una carta. MARCIO. ¡He aquí la dirección, señores sabinos! Hemos recibido la dirección de nuestras mujeres. ¡La dirección, señores, la dirección! VOCES AHOGADAS. ¡Escuchad, escuchad! Se ha recibido la dirección. ¡Silencio, señores, silencio!

Avanzaba pesadamente, con fatigoso cabeceo, como movido por las olas de un mar irritado. La multitud lanzó un rugido. La música rompió a tocar. ¡Vítol el pare San Bernat! Pero la música y las aclamaciones quedaron ahogadas por un estrépito horripilante, como si la isla se abriera en mil pedazos, arrastrando la ciudad al centro de la tierra. La plaza se llenó de relámpagos.

De orilla á orilla se lanzaban miradas de odio y palabras de insulto, porque se acordaban de combates y degollaciones, de víctimas estranguladas, ahogadas, enterradas con vida; pero cuando los guerreros rojos, despojándose de su túnica parecida á la de los antiguos helenos, aparecían con la resplandeciente belleza de sus formas y al lanzarse al río para atravesarlo de unos cuantos empujes, se olvidaban del antiguo odio y hasta parecía que nos amábamos.

Y en la voz tenía sollozos que se esforzaba en disimular. Pero un nuevo regalo ha venido a agregarse a los demás dije. Y también mis palabras estaban medio ahogadas por las lágrimas. ¡Bien! Me lo darás mañana replicó, ya estoy desvestida. Pero ese regalo es mío dije. Y, como en la bondad de su corazón, temió ofenderme, no obstante su inmenso dolor, me abrió la puerta.

Sordos rumores, voces ahogadas, imprecaciones que presto hallaban eco, corrían por el concurso, que se iba animando, y comunicándose ardimiento y firmeza. En primera fila, al extremo del zaguán, estaba Amparo, pálida y con los ojos encendidos, la voz ya algo tomada de perorar, y, sin embargo, llena de energía, incitando y conteniendo a la vez la humana marea.

Si el autócrata se hubiera encontrado en el buque volado, su muerte, en el instante preciso en que los audaces revolucionarios se alzaban en armas por tantas partes a la vez, habría sido probablemente el principio del fin; pero por causa de un imprevisto cambio, la corte había tomado la vía terrestre, y entonces las revueltas parciales fueron ahogadas en sangre: de los cabecillas, el único que sobrevivía era Zakunine, que se había mantenido lejos.

Perdonado este pícaro en el primer acto por los magnánimos conspiradores a quienes vendió, claro está que no había de enmendarse, y que en los actos siguientes volvería a hacer de las suyas; no lo creyeron así los protagonistas del drama, pero en cambio la concurrencia de la cazuela lo presintió, y en medio del calor sofocante se oían voces ahogadas de emoción exclamando: «¡Ay! ¿Para qué perdonarán a ese tunante?... ¡Ya verás cómo los ha de vender otra vez!... ¡Como yo le atrapase no le soltaba, no!». Verdad es que si el bellaco del espía era tan malo que no tenía el diablo por donde cogerlo, en cambio los personajes republicanos ofrecían modelos de lealtad y dechados de virtudes.

Estaba triste, después de los primeros asombros del viaje, y, al oírla suspirar debajo de su gran velo echado y murmurar palabras ahogadas que parecían quejas o plegarias, la compadecía con todo mi corazón. Hubiera querido mecerla en mis rodillas y consolarla con palabras acariciadoras como a un niño a quien se duerme para que no sufra.

En aquel rincón oscuro, sacudidos por el vaivén de los resortes y aturdidos por el estrépito de las ruedas al saltar sobre el pavimento, el cuchicheo se hizo cada vez más íntimo, más insinuante, animado a cada momento por risas ahogadas y palabritas dulces.

Luego ruido de pasos, voces ahogadas de saludo, chocar de sillas, chirrido de bancos, arrastre de pies, y la puerta quedó obstruida por las gentes que intentaban salir todas a un tiempo. Comenzaron a desfilar los fieles, saludándose como si se vieran por primera vez al encontrarse en pleno sol, fuera de la luz crepuscular del templo. ¡Bon dia!... ¡Bon dia!...