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Elena lo comprendió y le propuso que se fuese antes que ella, aguardándola allí los pocos días que faltaban ya para que el ebanista y el tapicero dejasen terminada la reforma del salón. Aceptó gustoso contando que solamente una semana tardaría su esposa en juntarse con él. Transcurrió la semana, corrían ya los últimos días del mes de julio y Elena no daba aviso de su partida.

Por breve espacio de tiempo estuvo fluctuando de aquí para allí, amenazando caer unas veces y remontándose otras, con gran algazara de los pollos, quienes al ver aquella cosa blanca que se paseaba por los aires con tanta majestad, iban tras ella aguardándola en su caída, con la esperanza de que fuera algo de comer.

Hacía más de quince días que su adorada no parecía por el entresuelito del Caballero de Gracia. A la una ya estaba aguardándola. Y en cuanto la columbró de lejos, corrió a abrirla con la misma emoción que si fuese una reina y con mucha mayor ternura. Mostróse ella reconocida, afectuosa; recibió con agrado sus vivas y apasionadas caricias.

Y como no se le aparecía, ya se quedaba aguardándola largas horas, ya se ponía a buscarla por uno y otro lado y hasta penetrando en el obscuro y ruinoso torreón que pudiera acaso servirle de refugio.

No tuvo más remedio que gastarse en pan otra peseta y repartirlo presurosa. Por fin, apretando el paso, logró ponerse a distancia de la enfadosa pobretería, y se encaminó al vertedero donde esperaba encontrar al buen Mordejai. En el propio sitio del día anterior estaba mi hombre aguardándola ansioso; y no bien se juntaron, sacó ella de la cesta los víveres que llevaba, y se pusieron a comer.

¿Qué he de perder yo, so peal? contestó Juanita dándole un bufido, porque allí no había la menor razón para que ella refrenase su cólera. Bajó las escaleras, y antes de salir a la calle se encontró en el zaguán con don Andrés, que estaba aguardándola en acecho y que intentó retenerla asiendo su cintura.

Marchose la entremetida, y ella permaneció largo rato mirando a la calle, al través de los cristales, sin verla. Desde las siete de la mañana del día siguiente estaba Luis aguardándola en la casucha de Jacoba. No había allí más que una cocina en la planta baja y una salita arriba con alcoba, tan bajas de techo que el conde con sombrero tocaba en el cielo raso.

Muñoz se disimulaba en la nave izquierda, y aguardaba con el corazón palpitante. Aguardándola, su imagen empezaba a representársele, traída por el deseo, en tanto que la iglesia, su bóveda, los altares llenos de cirios, oscilaban para sus ojos como un confuso sueño.