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Pero los hombres mostraban un envejecimiento prematuro, arruinados en plena madurez, con el temblor de los valetudinarios; revelando unos su acometividad en los ojos animados por resplandores fosforescentes de fiera, encogidos otros con la resignación del que sólo aguarda la muerte como única libertad. Eran cuerpos enjutos, apergaminados, recocidos por el sol, con la piel agrietada.

Desde el fondo de la gran zanja subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas piedras, tierra y matas de hinojo, y se sentaron a la sombra de una enorme peña agrietada, que presentaba en su centro una larga hendija. Más bien eran dos peñas, pegada la una a la otra, con irregulares bordes, como dos gastadas mandíbulas que se esfuerzan en morder.

La lluvia y el barro habían cubierto su exterior con una costra parda y agrietada. Parecían forrados de piel de elefante. Como la esposa de Martínez era relativamente esbelta, su vehículo se limitaba á chillar por la falta de aceite y de aseo. Otros tenían un muelle roto y saltaban sobre sus ruedas, acostándose como una barca próxima á zozobrar.

Ahora la compasión era infinita.... Al fin había sido quien había abierto su alma a la luz de la religión, de la virtud.... Ana pensó en la fe quebrantada, agrietada, como si la hubiese sacudido un terremoto. El Magistral y la fe iban demasiado unidos en su espíritu para que el desengaño no lastimara las creencias. Además, ella siempre había amado más que creído.

A Bonifacio aquella narración le había hecho recordar el espectáculo tristísimo de las ruinas de la casa donde él había nacido; , él había visto desprenderse las paredes pintadas de amarillo y otras cubiertas de papel de ramos verdes; él había visto como en un plano vertical la chimenea despedazada, al amor de cuya lumbre su madre le había dormido con maravillosos cuentos; allá arriba, en un tercer piso... sin piso, quedaba de todo aquel calor del hogar el hueco de una hornilla en una medianería agrietada, sucia y polvorienta. ¡Al aire libre, siempre expuesta a las miradas indiferentes del público, estaba la alcoba en que había muerto su padre!

¡Ya me lo decía yo!... exclamó sacudiéndose, y, adelantándose hacia , me alargó una mano roja y tosca de trabajador, toda encallecida y agrietada. «¡Qué palurdome dije mentalmente. Cuando ya estuvimos dentro de la casa, me examinó nuevamente. Todavía eras una pequeñuela, cuando salí de aquí, y me parece verdaderamente extraordinario que te asemejes tanto a Marta.

La imaginación no puede concebir un marco más siniestro para el drama de la muerte: un camastro en una choza; ni eso siquiera, un montón de trapos sórdidos en una cabaña abandonada, podrida y agrietada, en la que, por lástima, se ha dejado instalarse a aquella desgraciada con sus crías, abortos demacrados, medio desnudos, sucios, enmarañados y rabiosos como animales hambrientos que se disputan un hueso.