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Los que escuchan a Rocchio el corredor, ante este alud de nombres y de fortunas, que ven desaparecer en el abismo del agio, se dicen, allá en su fuero interno: ¿Quién de nosotros caerá mañana? Y las orejas gachas, se separan con apretones de manos silenciosos.

Así se encuentran otros muchos pueblos de Europa, próximos á un tempestuoso desquiciamiento que necesariamente ha de traer el agio de las bolsas.

Así los dos capítulos Cuestión de cuartos y Los dineros del sacristán, nos pintan á los Padres sedientos de oro y valiéndose para adquirirle de mil medios poco decorosos; de la usura, del agio y de la adulación para con los ricos, á fin de conseguir de ellos donaciones y herencias: y nos los pintan al mismo tiempo manirrotos, despilfarrados y faltos de juicio, de buen gusto y de previsión, para gastar, ó más bien para derrochar estas poco bien adquiridas riquezas.

Y se volvió, los brazos cruzados, satisfecho y tranquilo, cual si acabara de pisotear bajo su planta al demonio del agio.

En esta misma fatal noche de San Juan, míster Robert, a la espera de su tranvía, después de cerrar el escritorio por última vez, paseaba por la acera de la Catedral. Vencido en la lucha con el agio, había salido destrozado del combate, sin fe y sin esperanza, sin fuerzas ya para mantener el peso de su honradez sobre los hombros. ¡Ah! si era una carga inútil, ¿por qué no arrojarla a la calle?

Pero entonces luchaba solo, no arriesgando sino el propio bienestar, mas ahora, que tenía seres débiles y queridos que proteger... Cual otro Sisifo, subía por tercera vez la montaña, con el peso de su honradez sobre los hombros, expuesto a la acometida del agio, que le acechaba y le echaría a rodar al menor descuido.

La sociedad francesa corre presurosa á un abismo. Un gobierno que fecunde los manantiales de la moralidad pública con buenas leyes y con ejemplos, que mate el agio, que ennoblezca el trabajo, que predique la augusta santidad de las modestas fortunas del pueblo, noblemente adquiridas con el sudor de la frente, detendria quizá la catástrofe que nos amenaza.

Se sienta y abandona la cabeza sobre el pecho; va con más frío que nunca, con más tristeza que nunca, porque ha creído sentir ahora, como en otro tiempo, la férrea mano del agio sobre su brazo robusto de trabajador. Rocchio se sentó, al fin, aniquilado.

Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre éstos descuella un monstruo que a la callada destroza más que ninguno: es la codicia del aldeano.