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¡No soy más que un criado, Inés! exclamé, agarrándome con fuerza a la reja y sacudiéndola, como si quisiera hacerla pedazos ; no soy más que un miserable chico de las calles, indigno de ser mirado por personas de tu categoría. Después que nos separamos, mira qué distantes estamos uno de otro. Pero no creas que lo siento; me gusta verte donde estar debes. ¿Y ? me preguntó con perplejidad.

En la pared de un desfiladero que visitaba yo con frecuencia, había una de esas fortalezas ocultas. Con gran trabajo pude llegar á la entrada agarrándome á las asperezas de la roca y á algunas ramas de boj que habían arraigado en las hendiduras. Mucho más difícil hubiera sido escalarla para los asaltantes.

Hasta á pie me hundía á cada paso que daba, sintiendo bajo mis plantas un horroroso embate, cual si el abismo me acariciara, me invitara ó atrajera, agarrándome por debajo. Sin embargo, logré encaramarme en la roca, llegar á la gigantesca abadía, claustro, fortaleza y cárcel, de una sublimidad atroz, digna en verdad del paisaje. No es este lugar á propósito para la descripción de aquel monumento.

Díjele en qué me estaba entreteniendo desde que me había levantado y lo que llevaba visto ya, y me replicó, agarrándome por un brazo al mismo tiempo y tirando de hacia los carrejos interiores: ¡Por vida del ocho de copas, hombre!... Pues, mira, en parte me alegro de que hayas empezado por donde empezaste: así te queda lo mejor para lo último... ¡Ven acá, ven acá!

Hay muchos peldaños desgastados y convierten á la escalera en un plano inclinado difícil de subir, pero apoyándome en las paredes, agarrándome á las asperezas, resbalando en el polvo para incorporarme después, acabé por llegar á lo más alto de la torre. La piedra es ancha y no había peligro alguno; sin embargo, apenas me atreví á dar algunos pasos, por temor de que me venciera el vértigo.

Me besó en las mejillas, como si fuera yo un chiquitín. Estaba llorando. Me dejó húmedo el rostro. ¡Entra para que te vea Carmen! Y agregó sigilosamente, agarrándome de un brazo: La pobrecilla está muy malita, muy malita. Te vas a entristecer al verla. No te lo hemos dicho para que no perdieras la tranquilidad en tus estudios.

¡Pronto, pronto, una silla! grita la vieja a su niña. ¡Abre los postigos! dice el viejo a la suya. Y agarrándome cada cual por una mano, lleváronme de un trote a la ventana, abierta de par en par, para contemplarme mejor. Acercan los sillones, me instalo entre ambos en una silla de tijera, colócanse detrás de nosotros las dos niñas de azul, y comienza el interrogatorio.