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Esperaba tranquila la muerte. «Tráeme rosas», decía sonriendo a Gabriel, como si en el último instante de su vida quisiera comulgar con la belleza natural de un mundo afeado y entenebrecido por los hombres. Y el compañero se mantenía de pan seco, impetraba el auxilio de los camaradas menos pobres que él, dormía al raso, para llevarla en la inmediata visita un ramo de flores.

Y el mismo curioso autor contemporáneo de estos sucesos, añade, después de haber dicho que el padre del marqués habíale afeado á su hijo la primera disputa en la Aduana, aquella tarde del día 21 de Diciembre de 1638: «Los parientes del difunto, que son muchos y muy calificados, conocieron la razón, y que su propia presunción y soberbia le quitó la vida al don Martín de Medina, marqués de Buenavista, si ya no discurrimos que el no haber querido desistir, habiéndose interpuesto el padre, y reprendídole diciéndole que estaba muy soberbio y vano, le ocasionó la muerte, como sucederá con los que no obedecen á sus padres

Dorotea estaba muerta, y aquel semblante, poco antes tan hermoso, tan lleno de vida, estaba afeado por una contracción horrible. Hay en la vida algunos momentos comparables á la muerte. Momentos de atonía en que los músculos se petrifican y el corazón se hiela. Momentos á los cuales sucede una reacción horrible.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era indudable que iba a verme libre de la vecindad de aquella horrible vieja, y que por fin vendría un ser humano a sustituir a la espantosa bruja que durante dos años había afeado mi perspectiva con el espectro de Medusa.

El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules. La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir.

Sin embargo, quizás sea este el cuadro más discutido de Velázquez, hasta en lo que se refiere al color: pues al paso que unos críticos y pintores lo consideran como afeado por agrios contrastes y desentonos entre los rojos amarantados casi vinosos, y los azules intensos, otros creen que es la obra donde logró ser más colorista, mostrando su predilección por los maestros venecianos y su afición a la manera del Greco.

La mirada de Quevedo, abarcando aquel cadáver afeado por la muerte, de que quedaban aún los hombros desnudos, redondos y mórbidos, y las maravillosas galas y las joyas deslumbrantes, tenía algo de espantoso.

Las manos de la duquesa, enrojecidas por un frío muy vivo, se escondían bajo su chal. Al andar, arrastraba los pies, no por indolencia, sino por el miedo de perder los zapatos. Por un contraste que hemos podido observar más de una vez, la miseria no había afeado a la duquesa, que no estaba pálida ni delgada.

Pero el origen campesino, la rudeza nativa, se revelaba en las manos cortas, con las uñas anchas y aplastadas, y el dorso afeado con ligeras manchas amarillas; en los pies gruesos y pesados, a pesar de mostrarse cubiertos por unas elegantes botinas que delataban con su finura haber pertenecido antes a la señora. Era bonita, con la frescura de la juventud.