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Y el señor Desnoyers envidió este dolor. Unos reservistas avanzaron cantando, precedidos de una bandera. Se empujaban y bromeaban, adivinándose en su excitación largas detenciones en todas las tabernas encontradas al paso. Uno de ellos, sin interrumpir su canto, oprimía la diestra de una viejecita que marchaba á su lado serena y con los ojos secos.

¡Bien, hombre!... Me alegro de que hayas salido del cascarón y sepas lo que es el mundo. ¡Ah, tunante, qué callado te lo tenías! Pero como todavía se quedase en el despacho adivinándose en su actitud un resto de inquietud, Raimundo, con esa audacia peculiar de las mujeres y de los hombres débiles en las circunstancias críticas, dijo con firmeza: El capital de mi hermana y el mío está íntegro.

En las quintas iluminábanse las ventanas, pasando por ellas sombras agarradas, moviéndose con el contoneo del baile al son de los pianos. En las ventas, las puertas rojas extendían un rectángulo de luz sobre el suelo obscuro, y en su interior sonaban gritos, risas, rasgueo de guitarras, choques de cristales, adivinándose que circulaba el vino en abundancia.

Las ilusiones sólo duran en una corta temporada, y pasan sin dejar rastro. Soy digna de lástima, créame usted. Miraba al torero con ojos de conmiseración, adivinándose en ellos una curiosidad lastimera, como si le viese de pronto con todos sus defectos y rudezas. Yo pienso cosas que usted no comprendería continuó . Me parece usted otro.

Cada vez que huían sus ojos del papel, encontraban una sombra en la ventana. Era Nélida que se aproximaba con su sonrisa audaz, sin miedo a la curiosidad de las gentes. Tosía para indicar su impaciencia; movía los labios, adivinándose en ellos las mudas palabras de admirativa pasión: «¡Dueño mío... viejo... mi negro!». Inútiles estos llamamientos.

Conforme aumentaban las necesidades y la expansión de la familia, se iban levantando nuevas construcciones blancas. Cada dado era una habitación, y todos juntos formaban una casa, que más bien parecía un aduar, no adivinándose exteriormente cuáles servían para la vida de los habitantes y cuáles para las bestias de labor.

Todos esperaban de un momento a otro verle tendido en el suelo; pero él seguía bailando, adivinándose el esfuerzo de su voluntad, su resolución de perecer antes que confesar su flaqueza. Se cerraban ya sus ojos con el vértigo, cuando sintió que le tocaban en un hombro, según costumbre, para que cediese la pareja. Era el Ferrer, que se lanzaba a bailar por primera vez en la tarde.