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Ambas se miraron a los ojos y se declararon, con un chispazo, el odio que ardía en el fondo de sus almas. Pero habían cambiado las circunstancias. Amalia era cinco años atrás la dama más elegante y distinguida de la población, la única cuyo porte y refinamiento de costumbres trascendía a otra esfera más culta y espiritual. Fernanda la aventajaba ahora infinitamente. Aquélla había envejecido de modo ostensible. Entre sus cabellos se veían ya bastantes hebras plateadas; su tez, siempre pálida, había perdido toda su frescura; además, había perdido el deseo y el gusto para vestirse, se había ido plegando poco a poco bajo la presión de la sociedad ordinaria y cursi que la rodeaba, adaptándose a ella y descuidándose más y más de su persona. El contraste era, por lo tanto, más vivo. Bien lo advirtió la noble esposa del maestrante y se sintió humillada hasta el fondo de su ser. Una sonrisa de despecho contrajo sus labios mientras cambiaba con Fernanda los obligados saludos.

Acariciaba, al hablar, los mechones de la cabellera de Freya, que acababan de librarse del encierro del sombrero. Y Freya, adaptándose al ambiente tierno de la situación, se apelotonaba contra la doctora, tomando un aire de niña tímida y acariciante, mientras fijaba en Ulises sus ojos de dulce promesa.

Adaptándose a la tierna imaginación propia de la edad del niño, hízole considerar la ciencia como trabajo humano que pugna por acercarse a lo divino; el arte como emanación y resplandor de lo bueno; la historia como inmenso campo al través del cual marchan las razas guiadas por Dios a su destino; y la vida como valle de amarguras en que para las más acerbas lágrimas y los más intensos dolores hay consuelo cuando, poniendo el pensamiento en lo alto, quieren ser caritativo el poderoso, agradecido el miserable, sensible el fuerte, humilde el débil, y todos esperanzados en la justicia del Señor.

Pero en su afable sonrisa se advertía un leve matiz de duda, algo que decía: «Si no han venido aún las reyertas, vendrán, querido, no lo dude ustedLe confieso que tengo un disgusto, pero es de orden más inferior y más soportable. Acabo de saber que he quedado cesante. Romadonga se mostró sorprendido. Después procuró poner la cara triste adaptándose a las circunstancias.

PANTOJA. ¡Ah! señores de la Ley, yo les digo que Electra, adaptándose fácilmente a esta vida de pureza, encariñada ya con la oración, con la dulce paz religiosa, no desea, no, abandonar esta casa. PANTOJA. Ahora precisamente no. PANTOJA. Tenga usted calma. MÁXIMO. No puedo tenerla. EVARISTA. Es la hora del coro. Quiere decir San Salvador que después del rezo...