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Más admisible era que, si existía un delito, se tratara de un delito de amor. ¿No habría el Príncipe muerto por celos a la Condesa, enamorado nuevamente de ella después de haberla dejado de amar? ¿Y de quién podía haber estado celoso, sino de ese Vérod que se mostraba tan afligido de la muerte de la Condesa, y asumía, sin que nadie se lo pidiera, el papel de acusador y de vengador? ¿O no sería más bien la extranjera quien había cometido el crimen, celosa del amor que tenía por la italiana el hombre que ella amaba?... El delito, quien quiera que fuese el culpable, cualquiera que fuese el móvil, no podía tampoco haberse consumado sin que entre el asesino y la víctima hubiera habido una lucha, aun cuando hubiera sido muy breve; pero ni en el cuarto mortuorio ni en la persona de la muerta se hallaba el menor vestigio de esa lucha.

Algunos individuos de la expedición desmontaron para examinar al hombre recién herido y también al otro cordillerano derribado por don Carlos. Lo que atrajo la atención del joven fué la presencia de su propio caballo, sobre el cual se erguía con aire de importancia el pequeño Cachafaz, señalando con un dedo acusador á los tres vencidos.

P. Fernandez, interrumpió Isagani; usted con la mano sobre su corazon puede decir que está cumpliendo, pero con la mano sobre el corazon de la orden, sobre el corazon de todas las órdenes, ¡no lo puede decir sin engañarse! ¡Ah, P. Fernandez! cuando me encuentro ante una persona que estimo y respeto, prefiero ser el acusado á ser el acusador, prefiero defenderme á ofender.

En cuanto a la desconocida, seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al acusador, sin que su rostro de estatua despertara desdén ni estupor. Antes de decir nada contra alguien repuso el juez en tono de amonestación es preciso estar cierto de lo que se dice. Si no estuviera cierto no habría hablado. ¿Qué interés puede haber armado el brazo de estas personas?

Con seguridad iba a descubrir mi secreto, y no iba a poder continuar mis lecturas queridas. Inmediatamente corrí a buscar otras novelas más, que llevé a mi cuarto y las reemplacé en los estantes con libros tomados al azar; pero a pesar de mis precauciones, tenía, por cierto, que el cuadro de papel con que había substituido al vidrio roto, era un indicio acusador.

Hace mucho tiempo que le observo, y yo no necesito tanto. La situación en que los habían encontrado en Palencia no era para descrita. Baste saber que él, D. Peregrín, había enrojecido de indignación. Sin embargo, a ruego del abogado acusador la describió.

Pero las siete acequias acogían estas interrupciones con furibundas miradas. Allí nadie podía hablar mientras no le llegase el turno. Á la otra interrupción pagaría tantos sueldos de multa. Y había testarudo que pagaba sòus y más sòus, impulsado por una rabiosa vehemencia que no le permitía callar ante el acusador.