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Al llegar a la acrópolis, o parte alta de la ciudad, cuya calle más antigua y señalada es la Rúa Ruera, Lirio dijo, haciendo descompuestos ademanes de entusiasmo: ¡Qué calle más hermosa! ¡Qué calle tan horrible! corrigió Lario, frunciendo un gesto desabrido. Añadió: ¡Qué calle tan absurda! Por eso es hermosa.

En torno de la ciudad y su acrópolis huía la llanura hasta perderse en el horizonte; una llanura que Ferragut había visto en el viaje anterior desolada, monótona, con pocas casas y escasos cultivos, sin otra vegetación importante que los pequeños oasis de los cementerios musulmanes. Este desierto iba hacia Grecia y Servia, ó al encuentro de Bulgaria y Turquía.

Diez años habían durado sus aventuras en Oriente, sus marchas de Constantinopla á las faldas del Taurus, de la península de Gallípoli á la cumbre de la Acrópolis. Ochenta años decía Ferragut al terminar su relato vivió el ducado español de Atenas y Neopatras ochenta años gobernaron los catalanes esas tierras.

En otros siglos habían sido puertos famosos: ante sus muros se libraron batallas navales. Ahora, desde su derruida acrópolis apenas se alcanzaba á ver el Mediterráneo como una leve faja azul al final de la llanura baja y pantanosa.

Maltrana, siempre que veía de lejos este cementerio, destacando en el cielo las techumbres redondas de sus pabellones, las columnatas y la helénica vegetación de sus esbeltos cipreses, pensaba en una acrópolis clásica de aquellas que eran fortaleza, santuario y paseo a un tiempo. La dulce calma, cortada por el rumor del follaje y el piar lento de los pájaros, disipó la inquietud de Feli.

Maltrana volvió los ojos hacia la popa, más allá de la chimenea y los ventiladores de las máquinas. Allí tiene la Acrópolis otra manzana de viviendas, pero sólo la habitan gentes ordinarias: algo así como las chozas villanescas que se alzaban lo mismo que verrugas ante las puertas de los castillos.

De las piedras que compusieron a Cartago, no dura una partícula transfigurada en espíritu y en luz. La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en la memoria de la humanidad el hueco de una mano si se la compara con el espacio que va desde la Acrópolis al Pireo.

En ella sale únicamente la imagen de María Santísima de la Soledad, que es como el paladión de la villa y que se custodia y venera en el templo más antiguo que existe allí, al otro extremo de la nueva parroquia, en la cumbre del cerro que domina la población, en la Acrópolis, como si dijéramos, y al lado del abandonado castillo del duque, desde donde este salía con su mesnada a combatir a los moros fronterizos y a entrar en algarada por las tierras granadinas.

Su grandeza, su solidez, su elegancia, hacían olvidar los edificios de Roma. Sólo Atenas podía comparar los monumentos de su Acrópolis con estos templos del más severo dórico.

Vistas de abajo, brillan con dibujos de mosaicos complicados, escudos de naciones, y aquí arriba Parecen estufas opacas como las de los invernáculos... Esta cubierta tiene sus habitantes; es un pueblo aparte, el barrio alto, la Acrópolis donde viven los Arcontes que dirigen nuestra república movible. Mire usted a proa esa manzana de camarotes, con paredes blancas y zócalos grises.