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Acometíale a veces el torcido propósito de salirse de aquel aposento y entrarse en el de doña Guiomar, y abandonando a Margarita, prometerse a doña Guiomar, empujándola con el encanto de la palabra y la fuerza del amor y de las lágrimas, a que a sus amores cediese, y en ellos se perdiese y enloqueciese, y su esposa fuese; que ampararse podía a Margarita y hacerla rica, y por la pingüe dote encontrarla marido.

El acompasado andar de los cofrades, el gesto de la dolorosa agonía que aún en el rostro de la muerta se mostraba, vislumbres de belleza que, a pesar de los años y de la muerte, aún en ella aparecían, el desconsuelo de la mujer que tras la difunta iba, su mísera apariencia, y el perro que lentamente y con el hocico pegado al suelo en pos e inmediatamente iba, todo esto, cayendo como un chubasco de dolores sobre el alma compasiva de Miguel de Cervantes, hicieron que el paso tuviese, y que al pasar el lúgubre cortejo, con la una mano derribase el chapeo y con la otra se persignase; y aún no había acabado el padre nuestro, ni llegado a la mitad, cuando volviendo a calarse el sombrero, dejó el camino que llevaba y tras el pobre entierro fuese, acabando de rezar su oración y el alma entristecida por un doloroso presentimiento; que no era para él buen augurio, cuando iba pensando en sus amores y en los medios de librar a su doña Guiomar de sus congojas, con una desgracia tal haberse encontrado; y así, los cuatro hermanos conduciendo en paso lento el cuerpo muerto, y la mujer sin cesar en sus dolientes ayes detrás, y luego el perro, y a buena distancia Cervantes, siguieron hasta llegar a la puerta de la iglesia de San Salvador, cuya campana tañía a misa de alba, y en la cancela del templo detuviéronse los cofrades, dejando el medio ataúd en tierra, y la mujer doliente se arrodilló en las gradas del pórtico, y el perro se allegó a la difunta y la lamió el semblante; en tanto uno de los cofrades entrose por uno de los lados de la cancela, y a poco se abrieron las dos hojas de en medio, y el cofrade que las había abierto volvió a su sitio y a los pies del ataúd, y él y los otros tres le alzaron de nuevo, y ellos y la mujer y el perro en la iglesia entraron, y Cervantes también, pero quedose bajo el coro, a la sombra de un pilar, sumido más que nunca en sus amorosos y lúgubres pensamientos, ya mezclados y entristecidos por aquella mala aventura con que se había tropezado, y cuidadoso por la influencia que sobre él y sus cosas podía tener aquel encuentro; y ocurriósele que tal vez Dios le había puesto delante la muerte para advertirle y retraerle de los malos propósitos con que iba a tomar lenguas de un hombre para matarle; y poníasele por delante, que por mucha razón que él encontrase en su amor, y en la persecución y en la desgracia que doña Guiomar sufría por don Baltasar de Peralta, aquella razón no era bastante, ni teníala jamás un hombre, para destruir una criatura que él no había criado ni podía criar; y acometíale un tumulto de dudas y confusiones, que de una parte le embraveía la airada y pertinaz malevolencia contra la diosa de su amor, de su enemigo, y de otra se le venía poderosa a la memoria, y conmovía su alma cristiana, la divina palabra de nuestro Redentor Jesucristo, que había predicado el perdón al enemigo y el amor al prójimo.

Y le pasaba lo que a los místicos cuando Dios no les tiende la mano: acometíale una gran sequedad, un tedio abrumador. Bailó por compromiso dos o tres veces; conversó un poco. Harto al fin de dar vueltas se retiró al más oscuro rincón de una de las salas, y sentándose en un diván quedó sumido en tristeza profunda. Clementina le buscó en vano durante algunos minutos, hasta impacientarse.