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Imposible habría sido, aun para el más bueno, para el de mejores sentimientos de los hijos del noble, que no sintiera su pecho henchirse de feroz orgullo al contemplar todo aquel horizonte de tierras sometidas, aquel pueblo abatido, á aquellos villanos abyectos agitándose en el estiércol.

Julio Desnoyers, al encontrar esta danza de su adolescencia, soberana y triunfadora en pleno París, se entregó á ella con la confianza que inspira una amante vieja. ¡Quién le hubiese anunciado, cuando era estudiante y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires, vigilados por la policía, que estaba haciendo el aprendizaje de la gloria!...

La otra pasión era de envidia, de creciente abatimiento, de rabia y de menosprecio de mismo, al considerar su obscura insignificancia, y sus ocios viles y abyectos, durante mis de cuarenta años, en los cuales se había renovado el mundo, se había revelado y más que duplicado a los ojos de las asombradas naciones europeas, y España había surgido entre ellas y se había levantado por cima de ellas, triunfante, cubierta de laureles, abriendo ancha entrada y largo camino a un porvenir de mayores glorias y conquistas.

Los compañeros más abyectos eran buenos para él y más de una vez se le vio en los arrabales sentado ante un jarro de vino tinto, a la mesa de una taberna. Es muy difícil, en el siglo XIX, encanallarse con elegancia. Unicamente la corte de Luis XV intentó este esfuerzo con algún éxito.

Había dicho á sus oyentes que él era un sér completamente abyecto, el más abyecto entre los abyectos, el peor de los pecadores, una abominación, una cosa de iniquidad increíble; y que lo único digno de sorpresa era que no viesen su miserable cuerpo calcinarse en su presencia por la ardiente cólera del Todopoderoso. ¿Podía darse un lenguaje más claro que éste? ¿No se levantarían los oyentes de sus asientos, por impulso simultáneo, y le harían descender del púlpito que estaba contaminando con su presencia?

En aquellos peligrosos viajes á través de inmensos territorios desconocidos, los intrépidos exploradores, á fuerza de dádivas y halagos, lograron la amistad de algunos indígenas, tan salvajes, tan cobardes y tan abyectos como los demás, y que sin embargo, no bien se vieron junto al hombre blanco, convirtiéronse en verdaderos héroes y llegaron á inspirar invencible terror á los tribeños, á los cuales vencieron con facilidad pasmosa, no obstante conservar sus primitivos armamentos.

El duque no era uno de esos hombres de torpes inclinaciones, estragados y vulgares, para los cuales los desórdenes de la mujer, lejos de ser motivo de desvío y repugnancia, sirven de estimulante a sus toscos apetitos. En su temple elevado, altivo, recto y noble, no podían albergarse juntos el amor y el desprecio; los sentimientos más delicados, al lado de los más abyectos.