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Y así como Adriana misma, mientras hablaban y reían con ligera locuacidad sobre temas con frecuencia pueriles, soñaban interiormente sus cosas ideales; y como ella, también, vivían sin dejar transparentar el mundo de imágenes amorosas y de suaves ideas que las encantaban en la cotidiana meditación. Alguna vez, cuando atardecía, abrían los balcones, que daban sobre la Avenida Quintana.

Las guerras civiles, que habían llegado a un período culminante, abrían una carrera fácil a los hombres de resolución, y él no desesperaba de adquirir, a los ojos de mi abuelo, tales títulos de gloria, que le permitiese casarse. Fue por eso por lo que nos abandonó, llevándose la esperanza de volver pronto para no dejarnos ya más.

Temían a las oficinas de inmigración de Buenos Aires, prontas a rechazar las gentes enfermas o de contagiosa suciedad, obligando al buque a repatriarlas gratuitamente. En los «latinos» de proa verificábanse iguales transformaciones. Las comadres de Nápoles y de Castilla abrían sus arcas para extraer sayas y corpiños.

Al principio, la guerra cortaba el sueño, hacía intragable la comida, amargaba el placer, dándole una palidez fúnebre. Todos hablaban de lo mismo. Ahora, se abrían lentamente los teatros, circulaba el dinero, reían las gentes, hablaban de la gran calamidad, pero sólo á determinadas horas, como algo que iba á ser largo, muy largo, y exigía con su fatalismo inevitable una gran resignación.

Oyó un ruido que le pareció el de un balcón que abrían con cautela; dio dos pasos más entre los troncos que le impedían saber qué era aquello, y al fin vio que cerraban un balcón de su casa y que un hombre que parecía muy largo se descolgaba, sujeto a las barras y buscando con los pies la reja de una ventana del piso bajo para apoyarse en ella y después saltar sobre un montón de tierra.

Dejó á sus espaldas los numerosos peones de Pirovani, llegando al lugar donde sus propios obreros abrían los canales. Estos trabajadores no permanecían en perezoso descanso. Torrebianca los dirigía y vigilaba, dándoles ejemplo con su actividad. Al ver á Robledo lo llevó aparte, como si tuviera que comunicarle una mala noticia.

Después de arreglarse volvió a mirar la plaza, entretenida en ver cómo se deshacía el mágico encanto de la nieve; cómo se abrían surcos en la blancura de los techos; cómo se sacudían los pinos su desusada vestimenta; cómo, en fin, en el cuerpo del Rey y en el del caballo, se desleían los copos y chorreaba la humedad por el bronce abajo.

Pero ¿no había muerto?... Su embotado pensamiento formulaba esta pregunta, y tras muchos esfuerzos se contestaba á mismo que Pimentó había muerto. Ya no tenía, como antes, la cabeza rota; ahora mostraba el cuerpo rasgado por dos heridas, que Batiste no podía apreciar en qué lugar estaban; pero dos heridas eran, que abrían sus labios amoratados como inagotables fuentes de sangre. Los dos escopetazos: cosa indiscutible.

Comentando, explicando e interpretando los antiguos filósofos, como Platón y Aristóteles, se formaba una nueva filosofía, se abrían esplendidos y dilatados horizontes, y se descubrían caminos y términos con los que Aristóteles y Platón jamás habían soñado.

Por el contrario, la clara inteligencia del segundo Santa Cruz y su conocimiento de los negocios, sugeríanle la idea de que cada hombre pertenece a su época y a su esfera propias, y que dentro de ellas debe exclusivamente actuar. Demasiado comprendió que el comercio iba a sufrir profunda transformación, y que no era él el llamado a dirigirlo por los nuevos y más anchos caminos que se le abrían.