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El corazón se les quería salir por la garganta. Bueno dijo al fin Mario poniéndose el sombrero. Quedamos en que tendrás el baúl preparado. Ya enviaré por él, y me mandarás al mismo tiempo la sombrerera. Por los útiles de modelar ya mandaré más adelante. Estas palabras provocaron en Carlota una explosión del sentimiento comprimido. Quedaron abrazados estrechamente y llorando en silencio largo rato.

Despidieronse, y abrazados unos con otros, hecha la señal de la Cruz, así lo dice Pachimerio, se arrojaron en el fuego todos, y entre ellos dos hermanos de linage ilustre, y de ánimo valeroso, abrazandose con gran lástima de los circunstantes se arrojaron de la torre, y escaparon del fuego, que con mas piedad les perdonó que el hierro de los perfidos Griegos, de quien fueron despedazados.

Un largo espacio de silencio. Abajo despertaban los dos amantes estrechamente abrazados en el éxtasis todavía de aquel canto de amor. Leonora apoyaba su despeinada cabeza en el hombro de Rafael. Acariciaba su cuello con la anhelante y fatigada respiración que agitaba su pecho. Murmuraba junto a su oído frases incoherentes, en las que aún vibraba la emoción. ¡Qué feliz se sentía allí!

En la cumbre de este revoltijo veíanse tres niños abrazados, que contemplaban los campos con ojos muy abiertos, como exploradores que visitan un país por vez primera. A pie y detrás del carro, como vigilando por si caía algo de éste, marchaban una mujer y una muchacha, alta, delgada, esbelta, que parecía hija de aquélla.

Y los dos, fuertemente abrazados, volvían a reír, estremeciéndose sus carnes desnudas bajo la manta, rozándose con el temblor del regocijo sofocado. Sonó largo rato un murmullo en la vecina habitación. El señor Vicente rezaba sus oraciones. Luego, un ronquido fatigoso cortó el silencio. Los amantes no durmieron. Reían de este roncar grotesco interrumpido por largos suspiros.

¡Punto ahí, Marcelo!... porque ya me concedes hasta más de lo que yo me hubiera atrevido a pedirte... ¡Y Dios te lo pague en la medida de lo que yo lo aprecio! Enseguida me abrazó muy conmovido; abracéle yo a él también al mismo tiempo, y no muy sereno que digamos, y abrazados estuvimos lo bastante para que yo percibiera el acelerado compás de su respiración.

Y así llegaron los cuatro ciegos al palacio del rajá, que era por fuera como un castillo, y por dentro como una caja de piedras preciosas, lleno todo de cojines y de colgaduras, y el techo bordado, y las paredes con florones de esmeraldas y zafiros, y las sillas de marfil, y el trono del rajá de marfil y de oro. «Venimos, señor rajá, a que nos deje ver con nuestras manos, que son los ojos de los pobres ciegos, cómo es de figura un elefante manso.» «Los ciegos son santos», dijo el rajá, «los hombres que desean saber son santos: los hombres deben aprenderlo todo por mismos, y no creer sin preguntar, ni hablar sin entender, ni pensar como esclavos lo que les mandan pensar otros: vayan los cuatro ciegos a ver con sus manos el elefante mansoEcharon a correr los cuatro, como si les hubiera vuelto de repente la vista: uno cayó de nariz sobre las gradas del trono del rajá: otro dio tan recio contra la pared que se cayó sentado, viendo si se le había ido en el coscorrón algún retazo de cabeza: los otros dos, con los brazos abiertos, se quedaron de repente abrazados.

Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes. También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tan preocupado con el peligro que había corrido su existencia, que al instante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar a las preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones por encargo del capitán.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz temblorosa que exclamó: ¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago. Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Y cuando la puerta estuvo franca, como nada había ya que guardar allí, se volvió dejando la puerta abierta y murmurando por las escaleras: ¡Ya lo creo! con una mujer como esa ya puede uno hacer lo que le la gana. ¡Dios de Dios! en mi vida he visto otra tan hermosa. Entre tanto doña Clara y don Juan estaban estrechamente abrazados, mudos, en el primer momento de alegría.