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Abandoné en efecto los llanos abrasadores de la provincia de Moxos, inundados una parte del año; y embarcándome en una canoa, ayudado por los indios Cayuvavas, los mejores remeros de la comarca, subí por el rio Mamoré hasta su confluencia con el Chaparé, y por este, en seguida, hasta su union con el Rio Coni.

El licenciado respondió: ''Yo soy, hermano, el que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho''. ''Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo -replicó el loco-; sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta''. ''Yo que estoy bueno -replicó el licenciado-, y no habrá para qué tornar a andar estaciones''. ¿Vos bueno? -dijo el loco-: agora bien, ello dirá; andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes , licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar y destruir el mundo?

En Junio de 1867, hallándose los habitantes de Teruel en el estado mas aflictivo por la grande escasez de aguas, causa del aspecto desconsolador que presentaban los frutos de la tierra, agostados por los abrasadores rayos del sol; se llevó a la Catedral en solemne procesión rogativa dicha Sacratísima Imagen, a la que asistió el pueblo entero de Teruel: concluido el tiempo de novena, durante el cual llovió aunque poco, fue vuelta con la misma solemnidad a su Iglesia de San Salvador, y al regresar el clero y demás acompañamiento a la Catedral llovió de una manera tan abundante como pocas veces han visto los ancianos de Teruel, algunos de los cuales así como los documentos que hemos consultado, confirman lo que acabamos de consignar acerca del Santísimo Cristo del Salvador.

Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. Pero él maldecía de aquel bloqueo. «Necia, ¿si creerá que a se me conquista como a don Saturno?». A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos.

Sólo con navegar por sus aguas los vientos truécanse en abrasadores, áridos, acarreando el hambre y la muerte. Tantas observaciones dispersas sobre las corrientes del aire, de las aguas, las estaciones, los vientos, las tempestades, quedaban como una tradición en la memoria de los pescadores y los marineros, perdiéndose las más de las veces, bajando á la tumba con ellos.

Recordábamos el comportamiento heroico, la acometividad, la audacia y el valor casi salvaje que habían desplegado los hombres de piel obscura en nuestras guerras emancipadoras, y llegamos en nuestra exaltación tropical á creer que eran ellos los únicos cubanos capaces de soportar sin abatirse las crudezas de una campaña militar bajo los abrasadores rayos del sol de los trópicos.

La arrendataria, que había sido nodriza de la señorita Margarita, estaba enferma y proyectaban hacía largo tiempo darle este testimonio de interés. Partimos á las dos de la tarde. Era uno de los más ardientes días de verano. Las dos portezuelas abiertas dejaban entrar en el carruaje los espesos y abrasadores efluvios que un tórrido cielo vertía á torrentes sobre los secos arenales.

Cuando llegue el padre Gracián, entras y si duermo, me despiertas.... Hoy no como. Pasada la hora de la siesta vino el padre Gracián. Era un mocetón de alta estatura, de treinta y ocho o cuarenta años de edad, moreno, los labios gruesos, la nariz aberenjenada, áspero el pellejo y curtido, como formado expresamente por Dios para resistir a los abrasadores climas del trópico y a los hielos polares.

El bufón no hablaba una sola palabra; acometía en silencio, y de tiempo en tiempo salían de su pecho rugidos poderosos, sordos; hálitos abrasadores, con los que parecía querer comunicar á su acero la fuerza de su rabia. Ved que me canso, tío repitió Quevedo. El tío Manolillo redobló su ataque. ¡Ah! dijo Quevedo ; ¿conque os empeñáis, hermano? pues señor, descansemos.